Somos muchos los que esperamos la marcha del día 8, somos muchos para quienes el día 8 es una esperanza, somos muchos quienes queremos caminar al lado de Javier Sicilia, el sobreviviente, el que sabe que
nuestros muertos alimentan las obras de los hombres.
Somos muchos los que creemos a pie juntillas que nuestros muertos, los jóvenes ejecutados en cada esquina de Morelos, de Chihuahua, de Guerrero, de Sonora, del Distrito Federal, de Sinaloa, de Nuevo León, son quienes nos echan a andar. De Hermosillo son los niños quemados y sus padres que marchan con las carriolas vacías; México vive una gran calamidad, México vive al borde del precipicio, los mexicanos vivimos abusos, somos amenazados, ultrajados, asesinados y sepultados por una guerra hipócrita y estúpida
, como la califica Jaime Avilés, sepultados bajo más de 18 millones de armas.
Durante el terremoto de 1985, la sociedad, los mexicanos de la calle, los de todos los días tomaron el mando. Mientras el regente Ramón Aguirre llegaba con los ojos desorbitados al lugar del siniestro, ya los voluntarios habían vaciado las tlapalerías y sacaban de los escombros a niños, hombres, mujeres y ancianos. Solos, los mexicanos habían iniciado el rescate de sus compadres, sus amigos, sus vecinos, sus conocidos y sus desconocidos.
Las señoras del mercado cerraron sus puestos y llegaban a los edificios caídos a regalar grandes ollas de arroz que cargaban sobre su cabeza. “Ven m’hijo, ven a comer”. A pesar del horror, el espectáculo conmovía. Entre los voluntarios conocí a alguien cuya capacidad organizativa me llenó de admiración: Gustavo Esteva. Sus órdenes eran claras, todos lo consultábamos, él sabía qué hacer y cómo hacerlo. El sufrimiento vibraba en cada poro, en cada escombro, pero ver actuar a los voluntarios era una lección de vida.
Desde el primer instante, Miguel de la Madrid ordenó la vuelta a la normalidad. En diciembre, cuatro meses después, aunque mucha gente seguía durmiendo en la calle, el impulso había disminuido, y le pregunté a Gustavo Esteva por qué, y por que todos los lugares siniestrados estaban vigilados por el Ejército. Porque al gobierno no le conviene que nos organicemos
–respondió.
Ahora, en torno a la tragedia que Javier Sicilia ha sabido convertir en combate, como en su tiempo lo hizo Rosario Ibarra de Piedra, tenemos una nueva oportunidad. ¡La imaginación al poder!
, dijeron los estudiantes en 1968, como también dijeron que bajo los adoquines estaba la playa. Somos un mar, no de agua salada, sino de creatividad que ha sido reprimida; un mar de soluciones personales porque si nos dan la oportunidad sabremos cómo actuar, no sólo en el momento del desastre, como en 1985, sino ahora mismo, cuando vivimos en estado de guerra. Somos un mar de amor hermoso y grande, como escribió Rosario Castellanos.
Ojalá y sepamos reunirnos, regenerarnos, responsabilizarnos a futuro; ojalá el eco de las voces que han sido silenciadas estalle como fuegos de artificio, la de los niños maltratados, la de los indígenas y la de Durito; la de las mujeres, la de los condenados, la de las víctimas de la guerra contra el crimen organizado
. Ojalá podamos repetir una y otra vez que ya no podemos vivir los unos sin los otros.
Ojalá y esta atmósfera de esperanza que produce el solo anuncio de la marcha nos haga abrir grande la ventana a la propuesta de Rius hace meses: NO + SANGRE
, y ahora a la de Sicilia, que en vez de encerrarse con su dolor da la máxima prueba de civilidad: la de la entrega.
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