domingo, 18 de septiembre de 2011

¡Indígnense!>La indiferencia: la peor de las actitudes


En la acampada de Barcelona.
Foto: Julien Lagarde

Es cierto, las razones para indignarse pueden parecer hoy menos nítidas, o el mundo demasiado complejo. ¿Quién manda?, ¿quién decide? No siempre es fácil distinguir entre todas las corrientes que nos gobiernan. Ya no se trata de una pequeña elite cuyas artimañas comprendemos perfectamente. Es un mundo vasto y nos damos cuenta de que es interdependiente. Vivimos en una interconectividad como no ha existido jamás. Pero en este mundo hay cosas insoportables. Para verlo debemos observar bien, buscar. Yo les digo a los jóvenes: busquen un poco, van a encontrar. La peor actitud es la indiferencia; decir “yo paso, ya me las arreglaré”. Si se comportan así pierden uno de los componentes indispensables: la facultad de indignación y el compromiso que la sigue.

Ya podemos identificar dos nuevos grandes desafíos:

a) La inmensa distancia que existe entre los muy pobres y los muy ricos, que no deja de aumentar. Es una innovación de los siglos XX y XXI. Los que son muy pobres apenas ganan actualmente dos dólares por día. No podemos permitir que esta distancia siga creciendo. Esta constatación debe suscitar de por sí un compromiso.

b) Los derechos humanos y la situación del planeta. Después de la Liberación tuve la suerte de participar en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Organización de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 en París, en el palacio de Chaillot. Fue bajo el cargo de jefe de Gabinete de Henri Laugier, secretario general adjunto de la ONU y secretario de la Comisión de Derechos Humanos, que participé, junto a otros, en la redacción de esta Declaración. No podría olvidar el papel que desempeñó en su elaboración René Bassin, comisario nacional de Justicia y Educación del gobierno de la Francia Libre en Londres, en 1941, que fue Premio Nobel de la Paz en 1968; ni el de Pierre Mendès France en el seno del Consejo Económico y Social, a quien enviábamos los textos que elaborábamos antes de ser examinados por la Tercera Comisión de la Asamblea General, que se encargaba de las cuestiones sociales, humanitarias y culturales. Formaban parte de ella los cincuenta y ocho Estados miembros, en la época, de las Naciones Unidas, y yo asumí el secretariado. Es a René Bassin a quien debemos el término de derechos “universales” y no “internacionales”, como proponían nuestros amigos anglosajones. Porque esta era la cuestión al salir de la segunda guerra mundial: emanciparse de las amenazas que el totalitarismo ha impuesto a la humanidad. Para ello, es necesario que los Estados miembros de la ONU se comprometan a respetar estos derechos universales. Es una forma de desbaratar el argumento de plena soberanía que un Estado puede hacer valer mientras comete crímenes contra la humanidad en su territorio. Este fue el caso de Hitler, que se creyó un dueño y señor autorizado a provocar un genocidio. La Declaración Universal le debe mucho a la reacción universal contra el nazismo, el fascismo, el totalitarismo e, incluso, por nuestra presencia, al espíritu de la Resistencia. Yo sentía que había que ir aprisa, que no podíamos dejarnos engañar por la hipocresía que había en la adhesión proclamada por los vencedores a unos valores que no todos tenían la intención de promover con lealtad, pero que nosotros intentábamos imponerles.


Indignados en Atenas, Grecia

No me resisto a citar el artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad”, y el artículo 22: “Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la Seguridad Social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad.” Y aunque esta declaración tiene un alcance declarativo y no jurídico, ha desempeñado un papel muy importante desde 1948; hemos visto cómo hacían uso de ella los pueblos colonizados en sus luchas por la independencia; sembró los espíritus en su combate por la libertad.

Constato con satisfacción que, a lo largo de las últimas décadas, se han multiplicado las organizaciones no gubernamentales, los movimientos sociales como ATTAC (Asociación para la Fijación de Impuestos en las Transacciones Financieras), FIDH (Federación Internacional de Derechos Humanos), Amnistía…, que son activos y eficientes. Está claro que, para ser eficaz hoy en día, se debe actuar en red, aprovechar los medios modernos de comunicación.

A los jóvenes les digo: miren a su alrededor, encontrarán los hechos que justifiquen su indignación –el trato a los inmigrantes, a los sin papeles, a los gitanos. Encontrarán situaciones concretas que los llevarán a emprender una acción ciudadana fuerte. ¡Busquen y encontrarán!

Mi indignación a propósito de Palestina

Actualmente mi principal indignación concierne a Palestina, la franja de Gaza y Cisjordania. La fuente de mi indignación es el llamamiento lanzado por los israelíes valientes en la Diáspora: ustedes, nuestros antepasados, vengan a ver a dónde han llevado nuestros dirigentes a este país, olvidando los valores humanos fundamentales del judaísmo. Me desplacé hasta allá en 2002 y luego cinco veces más hasta 2009. Es absolutamente necesario leer el Informe Richard Goldstone sobre Gaza de septiembre de 2009, en el que este juez sudafricano, judío, que incluso se reconoce sionista, acusa al ejército israelí de haber cometido “actos asimilables a crímenes de guerra y quizás, en determinadas circunstancias, a crímenes contra la humanidad” durante la Operación Plomo Fundido, que duró tres semanas. En 2009 volví con mi mujer a Gaza –donde pudimos entrar gracias a nuestros pasaportes diplomáticos–, con el objetivo de evaluar con nuestros propios ojos lo que decía el Informe. La gente que nos acompañaba no fue autorizada a entrar en la franja de Gaza. Ni allí ni en Cisjordania. También visitamos los campos de refugiados palestinos creados en 1948 por la Agencia de las Naciones Unidas, la UNRWA, donde más de tres millones de palestinos expulsados de sus tierras por Israel esperan un regreso cada vez más problemático. En cuanto a Gaza, es una prisión a cielo abierto para un millón y medio de palestinos. Una prisión en la que se organizan para sobrevivir. Más que las destrucciones materiales, como la del hospital de la Media Luna Roja por la Operación Plomo Fundido, es el comportamiento de los gazatíes, su patriotismo, su amor por el mar y las playas, su constante preocupación por el bienestar de sus hijos, innumerables y risueños, lo que permanece en nuestra memoria. Nos impresionó su ingeniosa manera de hacer frente a todas las penurias que les son impuestas. Vimos cómo confeccionan ladrillos a falta de cemento para construir las miles de casas destruidas por los carros de combate. Nos confirmaron que, durante la Operación Plomo Fundido llevada a cabo por el ejército israelí, los muertos habían sido mil 400 –mujeres, niños y ancianos– en el lado palestino, frente a únicamente cincuenta heridos del lado israelí. Comparto las conclusiones del juez sudafricano. Que los propios judíos puedan perpetrar crímenes de guerra es insoportable. Desafortunadamente, la historia da pocos ejemplos de pueblos que saquen lecciones de su propia historia.


Indignados en Londres, Inglaterra

Lo sé: Hamas, que ganó las últimas elecciones legislativas, no ha podido evitar que se lancen cohetes a los pueblos israelíes en respuesta a la situación de aislamiento y bloqueo en la que se encuentran los gazatíes. Evidentemente pienso que el terrorismo es inaceptable, pero hay que admitir que, cuando un pueblo está ocupado con medios militares infinitamente superiores, la reacción popular no puede ser únicamente no violenta.

¿Le sirve de algo a Hamas enviar cohetes a la ciudad de Sdérot? La respuesta es no. No sirve a su causa, pero podemos explicar estos actos por la exasperación de los gazatíes. En la noción de exasperación hay que comprender la violencia como una lamentable conclusión de situaciones inaceptables para aquellos que las sufren. Entonces, podría decirse que el terrorismo es una forma de exasperación, y que esta exasperación es un término negativo. No deberíamos exasperarnos; deberíamos esperanzarnos. La exasperación es una negación de la esperanza. Es algo comprensible, casi diría que natural, pero precisamente por eso no es aceptable. Porque no permite obtener los resultados que puede eventualmente producir la esperanza.

La no violencia, el camino a seguir

Estoy convencido de que el porvenir pertenece a la no violencia, a la conciliación de las diferentes culturas. Es por esta vía que la humanidad deberá alcanzar su próxima etapa. Y aquí, coincido con Sartre, no podemos excusar a los terroristas que tiran bombas, pero podemos comprenderlos. Sartre escribe en 1947: “Reconozco que la violencia, cualquiera que sea la forma bajo la que se manifiesta, es un fracaso. Pero es un fracaso inevitable puesto que estamos en un mundo de violencia. Y si es cierto que el recurso a la violencia contra la violencia corre el riesgo de perpetuarla, también es verdad que es el único medio de detenerla.” A lo que yo añadiría que la no violencia es un medio más eficaz de detenerla. No podemos apoyar a terroristas tal y como lo hizo Sartre en nombre de este principio durante la guerra de Argelia, o en ocasión del atentado de los juegos de Munich, en 1972, cometido contra atletas israelíes. No es eficaz, y el propio Sartre acabó por interrogarse, al final de su vida, sobre el sentido del terrorismo y llegó a dudar de su razón de ser. Decir “la violencia no es eficaz” es harto más relevante que saber si se debe condenar o no a quienes se entregan a ella. El terrorismo no es eficaz. En la noción de eficacia es necesaria una esperanza no violenta. De existir una esperanza violenta, ésta se encuentra en la poesía de Guillaume Apollinaire: “Qué violenta es la esperanza”; pero no en política. En marzo de 1980, a tres semanas de su muerte, Sartre declaraba: “Hay que intentar explicar por qué el mundo actual, que es horrible, no es más que un momento en el largo desarrollo histórico, que la esperanza ha sido siempre una de las fuerzas dominantes de las revoluciones y de las insurrecciones, y cómo todavía siento la esperanza como mi concepción del porvenir.”

Hay que comprender que la violencia da la espalda a la esperanza. Hay que dotar a la esperanza de confianza, la confianza en la no violencia. Es el camino que debemos aprender a seguir. Tanto del lado de los opresores como de los oprimidos, hay que llegar a una negociación que haga desaparecer la opresión; eso es lo que permitirá que no haya violencia terrorista. Es por esta razón que no deberíamos acumular mucho odio.


Santa indignación, en las protestas estudiantiles
en Chile

El mensaje de un Mandela, de un Martin Luther King, encuentra toda su pertinencia en un mundo que ha sobrepasado la confrontación de las ideologías y el totalitarismo conquistador. Es un mensaje de esperanza relativo a la capacidad de las sociedades modernas para lograr la superación de los conflictos a través de una mutua comprensión y una atenta paciencia. Para conseguirlo hay que basarse en los derechos, cuya violación, cualquiera que sea el autor, debe provocar nuestra indignación. No cabe transigir respecto a estos derechos.

Por una insurrección pacífica

He constatado –y no soy el único– la reacción del gobierno israelí confrontado al hecho de que cada viernes los habitantes de la pequeña ciudad de Bil’in, en Cisjordania, van, sin lanzar piedras, sin usar fuerza alguna, hasta el muro contra el cual protestan. Las autoridades israelíes han calificado esta marcha de “terrorismo no violento”. No está mal. Hay que ser israelí para calificar de terrorista la no violencia. Tiene que resultar embarazosa la eficacia de una no violencia que tiende a suscitar apoyos, comprensión, la complicidad de todos aquellos que en el mundo son adversarios de la opresión.

El pensamiento productivista, auspiciado por Occidente, ha arrastrado al mundo a una crisis de la que hay que salir a través de una ruptura radical con la escapada hacia adelante del “siempre más”, en el dominio financiero pero también en el de las ciencias y las técnicas. Ya es hora de que la preocupación por la ética, por la justicia, por el equilibrio duradero prevalezcan. Puesto que los más graves riesgos nos amenazan. Y pueden llevar a su término la aventura humana en un planeta que podría volverse inhabitable para el hombre.

Pero no es menos cierto que se han hecho importantes progresos desde 1948: la descolonización, el final del apartheid, la destrucción del imperio soviético, la caída del Muro de Berlín. Por el contrario, la primera década del siglo XXI ha sido un período de retroceso. Este retroceso lo atribuyo en parte a la presidencia estadunidense de George Bush, al 11 de septiembre y a las desastrosas acciones que como consecuencia ha emprendido Estados Unidos, como esa intervención militar en Irak. Nos hemos encontrado con esta crisis económica, pero no hemos aprovechado la ocasión para iniciar una nueva política de desarrollo. De la misma manera, la cumbre de Copenhague contra el cambio climático no ha conducido al compromiso de una verdadera política para la preservación del planeta. Nos encontramos en un umbral, entre los horrores de la primera década y las posibilidades de las siguientes. Pero hay que tener confianza, no hay que perder la confianza nunca. El decenio anterior, el de 1990, fue el origen de grandes progresos. Las Naciones Unidas supieron convocar conferencias como la de Río sobre el medio ambiente, en 1992; la de Beijing sobre las mujeres, en 1995; en septiembre de 2000, a partir de la iniciativa del secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, los 191 países miembros adoptaron la declaración sobre los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio, a través del cual se comprometían a reducir la pobreza en el mundo a la mitad desde 2000 hasta 2015. Mi principal disgusto es que ni Obama ni la Unión Europea hayan propuesto una aportación para una fase constructiva apoyada en los valores fundamentales.

¿Cómo concluir esta llamada a la indignación? Acordándonos una vez más de que, en ocasión de los sesenta años del Consejo Nacional de la Resistencia, decíamos, el 8 de marzo de 2004, nosotros, los veteranos de los movimientos de resistencia y de las fuerzas combatientes de la Francia Libre (1940-1945), que ciertamente “el nazismo ha sido vencido, gracias al sacrificio de nuestros hermanos y hermanas de la Resistencia y de las Naciones Unidas contra la barbarie fascista. Pero esta amenaza no ha desaparecido totalmente y nuestra cólera respecto a la injusticia sigue intacta”.

No, esta amenaza no ha desaparecido del todo. De la misma manera, apelemos todavía a “una verdadera insurrección pacífica contra los medios de comunicación de masas que no proponen otro horizonte para nuestra juventud que el del consumo de masas, el desprecio hacia los más débiles y hacia la cultura, la amnesia generalizada y la competición a ultranza de todos contra todos”.

A aquellos que harán el siglo XXI les decimos, con todo nuestro afecto: “Crear es resistir. Resistir es crear.”

* Alumno de la Escuela Normal Superior de París, institución educativa de gran prestigio que en sus inicios formaba a los profesores de secundaria y que en la actualidad imparte másteres y estudios de doctorado. Se caracteriza por su espíritu interdisciplinario y su alto grado de exigencia. (N. del t.)

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