domingo, 3 de julio de 2011

Mark Twain, Fragmentos de mi autobiografía



“¡Lo he logrado!” Mark Twain escribió en una carta a un amigo en 1904. “Y te lo voy a entregar a ti. Nunca sabrás cuánto placer te has perdido hasta que consigas dictar tu autobiografía.” Entonces, luego de docenas de falsos comienzos y cientos de páginas, Twain se embarcó en su “Plan final (y correcto)” para contar la historia de su vida. Su noción innovadora –“hablar sólo de aquello que te interesa al momento”– significó que sus pensamientos podían oscilar libremente. La estricta orden de que muchos de estos textos permanecieran sin publicarse por cien años significó que cuando vieran la luz él estaría “muerto, y sin estar consciente e indiferente,” y que por consiguiente era libre de “hablar con toda franqueza.” El año 2010 marca el centésimo aniversario de la muerte de Twain. Como celebración de este importante hito y en honor a la querida tradición de publicar las obras de Mark Twain, la Universidad de California presentó por primera vez la autobiografía sin censura de Mark Twain en su totalidad y exactamente como la dejó.

Del capítulo ix

I

Ocurrió en 1849. Tenía catorce años entonces. Aún vivíamos en Hannibal, Missouri, a las orillas del Mississippi, en la nueva casa de madera construida por mi padre cinco años antes. Es decir, algunos de nosotros vivíamos en la parte nueva, el resto en la parte vieja detrás de éste –la “l”. En el otoño mi hermana dio una fiesta, e invitó a toda la gente joven y en edad de casarse del pueblo. Yo era muy joven para esa sociedad, y de todas maneras era muy tímido para juntarme con las jovencitas, por lo tanto no fui invitado –por lo menos no para la velada completa. Diez minutos serían toda mi participación. Tenía que actuar el papel de un oso en una pequeña obra de un cuento de hadas. Tenía que disfrazar todo mi cuerpo con una cosa ajustada, peluda y café, propia de un oso. Como a las diez y media me dijeron que subiera a mi habitación y me pusiera el disfraz, y que estuviera listo en media hora. Comencé, pero cambié de parecer; porque quería practicar un poco y ese cuarto era muy pequeño. Crucé hacia la gran casa desocupada en la esquina de las calles Main y Hill, sin percatarme que una docena de jóvenes también se dirigían allí para vestirse para sus papeles. Llevé conmigo al pequeño esclavo negro, Sandy, y elegimos una recámara espaciosa y vacía en el segundo piso. Entramos mientras hablábamos, lo que dio la oportunidad a un par de jovencitas a medio vestir de refugiarse detrás de una mampara sin que lo notáramos. Sus pertenencias y vestidos colgaban de unos ganchos detrás de la puerta, pero no los vi; fue Sandy quien cerró la puerta, pero todo su corazón estaba puesto en las representaciones teatrales, y era tan improbable que él notara su presencia tanto como que yo lo hiciera.

I I

La notoriedad de Olive Logan surgió de… –sólo los iniciados lo sabían. Aparentemente fue una notoriedad fabricada, no una ganada. En efecto, escribía y publicaba pequeñas cosas en diarios y periódicos poco conocidos, pero no había talento en ellos, ni nada que se le asemejara. Ni en un siglo le habrían merecido reconocimiento. Su nombre fue ciertamente forjado en artículos de periódicos puestos a circular por su marido, quien era un periodista menor que ganaba poco. Durante un año o dos este tipo de artículos fue persistente; raras veces se podía recoger un diario sin encontrarlos.


Mark Twain en una cena por su cumpleaños

“Se dice que Olive Logan ha conseguido una cabaña en Nahant, y que pasará el verano ahí.”
“Con rigidez, Olive Logan se ha decidido en contra de utilizar la falda corta para el atuendo vespertino.”

“El reporte de que Olive Logan pasará el invierno que viene en París es prematuro. Todavía no lo decide.”

“Olive Logan estuvo presente en Wallack’s la noche del sábado, y fue sincera en su aprobación de la nueva obra.”

“Hasta ahora Olive Logan se ha recuperado de su alarmante enfermedad, por lo cual, si continúa mejorando, sus médicos dejarán de emitir comunicados mañana.”

El resultado de esta propaganda cotidiana fue curioso. El nombre de Olive Logan era tan familiar para un público simple como lo era el de cualquier celebridad del momento, y la gente hablaba con interés sobre sus actividades y movimientos, y discutían sobre su opinión con seriedad. De vez en cuando un ignorante de algún lugar rural y remoto procedía a informarse y entonces había sorpresas reservadas para los interesados:

“¿Quién es Olive Logan?”

Los oyentes quedaron atónitos al enterarse de que no podían responder a la pregunta. Nunca se les había ocurrido preguntar sobre el tema.

“¿Qué ha hecho?”

Los oyentes quedaron mudos de nuevo. No sabían. No habían preguntado.

“¿Bueno, entonces por qué es tan famosa?

“Se trata de algo, no sé qué. Nunca pregunté, pero supuse que todo el mundo sabía.”

Por diversión yo mismo hacía la pregunta a gente que hablaba superficialmente de aquella celebridad y de sus actividades y dichos. Los encuestados estaban sorprendidos de saber que basaban esta fama enteramente en la confianza, y no tenían idea de quién era Olive Logan o qué había hecho –en todo caso.

Con la fuerza de esta notoriedad creada de manera peculiar, Olive Logan se subió al tablado, y por lo menos durante dos temporadas Estados Unidos acudió a los salones de conferencias para verla. Era meramente un nombre y unas ropas ricas y costosas, y ninguna de estas propiedades tenía alguna cualidad que perdurara, aunque por algún tiempo le valieron una cuota de 100 dolares por noche. Fue desechada de la memoria de la gente hace un cuarto de siglo.


Mark Twain saluda a John T. Raymond, el actor que interpretó al coronel Sellers en la adaptación teatral de La Edad de Oro

Ralph Keeler fue una compañía grata en mis conferencias fuera de Boston, y tuvimos bastantes charlas y humo en nuestras habitaciones luego de que el comité nos acompañara a la posada y nos hubiera dado las buenas noches. Siempre había un comité y portaban una insignia de cargo de seda; nos recibían en la estación y nos llevaban al salón de conferencias; se sentaban en una hilera de sillas detrás de mí en el tablado, como si fueran juglares, y en los primeros días su jefe solía presentarme al público; pero estas presentaciones eran tan terriblemente halagadoras que me hacían sentir avergonzado, por lo que empezaba mi disertación con una pesada desventaja. Era una costumbre estúpida; no había momento para presentaciones; el presentador casi siempre era un idiota y su discurso preparado un revoltijo de cumplidos vulgares y lamentables intentos por ser gracioso; por lo tanto, después de la primera temporada siempre me presentaba yo mismo –efectuando, por supuesto, un acto burlesco del lugar común de las presentaciones. Este cambio no le agradó al director del comité. Pararse grandiosamente ante un público de sus conciudadanos y recitar su discurso breve y diabólico era la alegría de su vida, y que le arrebataran esa alegría era más de lo que podía soportar.

I I I

Mi presentación de mí mismo fue una “introducción” de lo más eficiente por algún tiempo, pero luego fracasó. Tenía que ser cuidadosa y laboriosamente expresada, y dicha con franqueza, para que todos los extraños presentes pudieran ser engañados en la suposición de que yo era sólo el presentador y no el orado, también que el flujo de cumplidos exagerados pudiera hartar a aquellos extraños; luego, cuando llegaba el final y mencionaba casualmente que era el orador y que había estado hablando sobre mí, el resultado era muy satisfactorio. Pero fue una carta provechosa sólo por algún tiempo, como dije, ya que los periódicos lo publicaron y después de eso no pude hacerla funcionar más, pues la audiencia sabía qué esperar y retenía su emoción.
Luego intenté con una presentación tomada de mi experiencia en California. Fue hecha con solemnidad por un minero grande, torpe y encorvado en el pueblo de Red Dog. El público, en contra de su voluntad, lo forzó a ascender al tablado y presentarme. Permaneció de pie, pensando por un momento y dijo:

“No sé nada sobre este hombre. Al menos sé sólo dos cosas; una es que no ha estado en la penitenciaría. La otra es (después de una pausa, casi con tristeza) que no sé por qué.”

Funcionó bien por algún tiempo, pero luego los periódicos lo publicaron y le quitaron el jugo, y después de eso dejé de presentarme por completo.

De vez en cuando Keeler y yo éramos partícipes de aventuras moderadas, pero ninguna que no pudiera ser olvidada sin mucho esfuerzo. En una ocasión llegamos tarde a un pueblo y no encontramos ningún comité esperando, ni ningún carruaje en su emplazamiento. Anduvimos por una calle, bajo la luz alegre de la luna, encontramos una oleada de gente recorriéndola, juzgamos que se dirigían al salón de conferencias –una suposición correcta– y nos unimos a ella. En el salón intenté imponer mi acceso pero me detuvo el acomodador.

–Boleto, por favor.

Me incliné hacia él y le dije en voz baja:


La familia Clemens en el porche de su casa, 1885. Fotos: La Casa-Museo de Mark Twain

–Está bien. Soy el orador.

Cerró un ojo presuntuosamente y dijo en voz alta, para que toda la multitud lo escuchara:

–No lo eres. Tres de ustedes ya han entrado, hasta ahora, pero el próximo orador que pase esta noche paga.

Por supuesto pagamos; era el modo menos embarazoso de salir del problema. A la mañana siguiente Keeler tuvo una aventura. Alrededor de las once en punto yo estaba sentado en mi habitación leyendo el periódico cuando entró de golpe, temblando de entusiasmo y dijo

Este manuscrito, como los dos anteriores, pertenece a una serie de biografías que Clemens estaba escribiendo en 1898-1899 en vez de seguir trabajando con el formato más tradicional para una autobiografía. Está obviamente relacionada en otro sentido con las memorias de Clemens en Lecture Times, pero empieza un tanto antes, cuando fue reportero en San Francisco, y se extiende hasta su gira de conferencias de 1871-1872, durante las cuales contó con la compañía de Ralph Keeler para sus conferencias en los suburbios de los alrededores de Boston. Paine publicó este texto con sus errores usuales y omisiones (mta, cap. 1, pp. 154-164). Neider volvió a publicar solamente parte de éste, incorporando fragmentos de Lecture Times y los Dictados autobiográficos (Autobiographical Dictations) del 11 y 12 de octubre de 1906 (mta, pp. 161-66.)

IV

Una procesión vienesa

Junio 26, Domingo, Kaltenleutgeben. Fui en el tren de las ocho en punto a Viena, para ver la procesión. Fue un golpe de suerte, ya que al último momento sentía pereza y estaba pensando en no ir. Pero cuando llegué a la estación, cinco minutos tarde, el tren seguía ahí, un par de amigos se encontraban también ahí, así que lo tomé. En Liesing, con media hora fuera, nos cambiamos a un tren bastante largo y partimos hacia Viena con todos los asientos ocupados. Eso no era signo de que era un gran día, ya que esta gente no tiene seriedad para con los espectáculos, asisten a cualquier otra cosa que se presente. Media hora después llegamos a la ciudad; sin señas de ajetreo por ningún lado –realmente menos de lo que es usual en un domingo austríaco; banderines volando y alguna decoración aquí y allá–, algo muy frecuente en este año de Aniversario; pero mientras pasábamos la Embajada de Estados Unidos vi un par de nuestras banderas afuera y al ministro y sus asistentes tratando de añadir otra más. Esto me despertó –parecía indicar que algo fuera de lo común se avecinaba.

Mientras nos acercábamos al puente que conecta el primer Bezirk con el tercero, se podía notar la creciente vida y agitación, y cuando entramos a la extensa plaza donde está el palacio de Shwarzenberg, había algo que se asemejaba a un embotellamiento. Tan lejos como podíamos ver calle abajo, ambos lados de la avenida Park Ring estaban repletos con gente en sus ropas festivas. Nuestro taxi se abrió camino hacia el otro lado de la plaza y luego recorrió rápidamente las calles vacías hasta el número 7 de la calle Liebenbergasse –la casa a la cual nos dirigíamos. Se encuentra en la esquina de esa calle y Park Ring, y sus balcones abarcan un tramo de esta avenida. Un poquitín después de las nueve nos encontrábamos bajo las sombra de los toldos del balcón del primer piso, con una docena más de invitados y listos para la procesión. Listos, pero no empezaría sino hasta en una hora, y no nos alcanzaría sino hasta media hora después. En lo referente a las cifras, sería un asunto importante, en vista de que el reporte indicaba 25 mil personas. Pero lo interesante de una procesión no son las cifras; he visto una vasta cantidad de procesiones largas que no valieron la pena. Es la ropa la que hace una procesión; cuando tienes aquélla con el diseño indicado puedes despreocuparte por la extensión. Hace dos o tres meses vi una con el emperador y un arzobispo, y el arzobispo era arrastrado por la multitud bajo el toldo de un armazón y llevaba puesto su solideo, y el venerable emperador lo seguía a pie y con la cabeza descubierta. Incluso si eso hubiera sido la procesión entera, hubiera valido la pena. Soy viejo ahora y puede que nunca sea un emperador, por lo menos en este mundo. Me han decepcionado tantas veces que me he vuelto más y más dubitativo y resignado cada año; pero si es que sucediera, la procesión tendría un fresco interés para el arzobispo, ya que caminaría.

La espera en el balcón no fue aburrida. Estaba la espaciosa avenida que se extendía hasta la distancia, derecha e izquierda, para mirar, con su doble muralla de humanidad concentrada, gente emocionada e ilusionada, asados bajo el sol, y un espectáculo reconfortante que contemplar desde la sombra. Es decir, en nuestro lado de la calle estaban bajo el sol, pero no en el otro lado, donde está el parque –allí había sombra densa. Eran personas de buenas intenciones, pero le daban a la policía muchos problemas, ya que constantemente se lanzaban al camino y eran jalados de vuelta. Estaban de buen humor, aunque se decía que la mayoría había esperado en el embotellamiento tres o cuatro horas –y dos tercios de ellos eran mujeres y niñas.

Por fin un policía montado llegó galopando solitariamente por el camino –primer signo de que muy pronto se abriría el espectáculo. Después de cinco minutos fue seguido por un hombre en una bicicleta decorada. Luego, un asistente del jefe de la policía se acercó en un lustroso y brillante caballo negro. Cinco minutos después –ecos distantes de la música. Cinco más, y a lo lejos de la calle la cabeza de la procesión titila a la vista.

¡Eso era una procesión! No me la hubiera perdido por nada. De acuerdo con lo que yo sabía, iba a estar conformada por clubes de tiro al blanco de todas partes del Imperio Austríaco, con un club o dos de Francia y Alemania como invitados. Lo que imaginaba eran 25 mil hombres en atuendo sobrio, pasando monótonamente, con los rifles arrojados sobre la espalda –una excursión de tiro al blanco de Nueva York a gran escala. En mi imaginación podía ver a los hermanos con sus colores, cargando los baldes de hielo y los blancos, y limpiándose el sudor.


Pero esto era otra cosa. Uno de los espectáculos más atractivos en el mundo es una compañía de ópera que interpreta a Wagner, marchando al escenario, con su música rebuznando y sus estandartes volando. Esto era ese espectáculo infinitamente magnificado, y con la gloria del sol sobre éste y con una multitud incontable de testigos emocionados para ondear los pañuelos y gritar las hurras. Era espléndido y hermoso, y suntuoso; y nada de oropeles, ni imitaciones, ni armaduras de hojalata, ni terciopelo de algodón, ni seda falsa, ni alfombras orientales de Birmingham; todo era como debía de ser profesado. Es la ropa la que hace a una procesión, y el peso de los siglos fue llevado a estos atuendos, incluso de tiempos que ya eran antiguos cuando el mismo Káiser Rodolfo vivía.

Había cuerpos de lanceros con cascos sencillos de acero de una fecha de hace mil años atrás; otros cuerpos con cascos más ornamentales de un siglo o dos después y con petos añadidos; otros cuerpos con confecciones de cota de malla –algunos armados con ballestas, otros con una de las tandas más tempranas de mosquetes; aun otros cuerpos vestidos con el peto extraordinariamente pintoresco y los grandes cascos emplumados de mitades del siglo XVI. Y luego había cuerpos de soldados vestidos en los queridos terciopelos de la Edad Media, y nobles a caballo con los mismos –jubones de mangas abombadas, sombreros de soldados, anchos y con plumas, y los colores lujosos y efectivos –oro antiguo, negro y escarlata; amarillo obscuro, negro y escarlata; café, negro y escarlata. Una figura decorosa vestida así, con una espada a dos manos tan larga como un taco de billar y montada en un gran caballo de tiro ataviado en un magnífico caparazón, con el sol inundando los espléndidos colores –una figura como ésa, con cincuenta duplicados marchando detrás, es procesión suficiente, por sí sola.

Traducción de Álvaro García


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