martes, 12 de julio de 2011

Expolio sagrado


Por: Sanjuana Martínez

“Soy el obispo rico metido a pobre”, dice Onésimo Cepeda en un intento por demostrar su honorabilidad y decencia.
El amplio historial del obispo de Ecatepec difiere de las cualidades de honestidad, pudor o modestia. Lo que tiene el hombre que renunció a su riqueza para ser el obispo de los pobres, es una soberbia infinita que le hace perder la compostura y las buenas costumbres.
“Me los voy a chingar”, amenaza a sus acusadores. “Me la persignan”, insiste mostrando sus finos modales. Envalentonado por la impunidad endémica que cubre la procuración de justicia en México y por la protección que ha recibido de jueces y magistrados o de ministros de la Suprema Corte de Justicia, el obispo, es un intocable que vive por encima de la ley.
Ahora resulta que el robo millonario de obras de arte del que se le acusa no es otra cosa más que una acción altruista. El obispo nos quiere convencer que los 130 millones de dólares de Olga Azcárraga “su amiga” son para construir un “hotel de primera” con clínica, capilla y comedor, para sacerdotes ancianos que viven en su diócesis. Dice que es una “opción para morir como gente decente”.
La decencia, sin embargo, no se mide por el lugar donde uno muere. En este asunto lo importante es cotejar las dos versiones de lo que sucedió con el patrimonio de Doña Olga. Según los abogados de la familia, ese patrimonio era en parte, valiosas obras de arte cuyo valor ascendía a 130 millones de dólares. Estamos hablando de una colección compuesta por 44 piezas de Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco, Rufino Tamayo, Marc Chagall, Joaquín Sorolla, Pablo Picasso, Francisco de Goya y Amadeo Modigliani.
La historia del supuesto expolio de esta fortuna parece de película. Cuando en noviembre de 2003 Doña Olga murió, Onésimo Cepeda en contubernio con Jaime Matute Labrador, sobrino de la difunta millonaria, entraron a su casa y se llevaron las 44 pinturas de su colección privada.
Para consumar el robo en términos jurídicos, falsificaron un pagaré de 130 millones de dólares, cantidad que supuestamente Doña Olga le debía al obispo de Ecatepec y por tanto él se cobro a lo chino llevándose las obras de arte casualmente valoradas en la misma cantidad. El robo sagrado es todo un montaje urdido para cumplir el santo deseo de dar una “muerte digna” a los ancianos sacerdotes.
A Doña Olga le sobreviven varios familiares, entre ellos, su hermano Rogerio Azcárraga quien está dando la batalla por recuperar el patrimonio con los abogados Xavier Olea Peláez y Jose Antonio Bonilla. Ellos aseguran que las pinturas se las repartieron Onésimo y Jaime, y que incluso, algunos cuadros ya fueron vendidos o regalados. El obispo por su parte se defiende diciendo que las obras de arte “están perdidas”.
La verdad es que esas pinturas ya no valen lo mismo que hace ocho años. Su precio se ha incrementado y también los ingresos para quienes las ofrecen al mercado.
Las historias que involucran a altos prelados en el expolio de fortunas son abundantes. Algunos purpurados y obispos han sido muy hábiles a la hora de prometerles un pedazo de cielo a los acaudalados moribundos a cambio de sus patrimonios.
Recuerdo el caso de Marcial Maciel, fundador de un imperio multimillonario en torno a los Legionarios de Cristo, una orden seriamente cuestionada pero sostenida por el Vaticano. Su fortuna fue creciendo en la medida que iba robando la riqueza de otros, particularmente la de Flora Barragán. Le quito 50 millones de dólares y más de 100 terrenos, según cálculos de Flora Garza Barragán, su hija. Cuando la entrevisté, dijo que gracias al dinero de su madre, Maciel construyó los primeros colegios legionarios: el Cumbres de México, otro en Irlanda o un seminario en España. Parte de ese dinero no fue destinado sólo para obras pías. Maciel se lleno sus bolsillos y construyó un imperio particular a base de cuentas bancarias en paraísos fiscales y una vida llena de lujos y dispendio. El aspecto financiero de los Legionarios de Cristo ha quedado en la oscuridad por intereses especiales de la Santa Sede, destinataria final de una parte de las fortunas expoliadas y de las generosas aportaciones que aún le otorgan sus miembros multimillonarios.
Históricamente la Iglesia católica no ha sido transparente en sus finanzas. Los dineros de Dios son de Dios. La santa riqueza es auto de fe. Cuestionarlos es considerado una blasfemia y, quienes se atreven a investigarlos, herejes son. Lo llamativo es el camino que sigue la acumulación de riqueza en ocasiones desmedida de algunos jerarcas católicos mexicanos.
El tráfico de arte sacro, por ejemplo, ha generado grandes ganancias. México es uno de los países líderes en América Latina. Y a estos ministros de culto les encantan las obras de arte. Al igual que las obras “perdidas” de Doña Olga, son muchas las obras “perdidas” de cientos de iglesias.
La vida de Onésimo Cepeda esta llena de oscuros episodios. Sus relaciones con el poder político y empresarial lo alejan del verdadero trabajo pastoral con los pobres. Su gusto por el dinero ha quedado de manifiesto en sus usos y costumbres. Obtener fortunas de manera dudosa no es evangélico, tampoco prometer el cielo a cambio de dinero.

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