Ilustración de Huidobro |
La hoja en blanco es como la tela. ¿Se convertirá en unos buenos pantalones, una camisa, una cortina? Uno nunca sabe en qué terminarán las palabras balbuceantes que comienzan a llenar el espacio inexplorado del vacío, las palabras con las que se taladra el tiempo presente y se abre camino entre la nada del futuro. Uno ignora hacia dónde irán estos signos, sobre todo cuando uno no tiene idea. O la fuerza. Porque el problema a veces no estriba en que uno sea capaz de empezar a examinar un tópico, sino de finalizarlo apropiadamente.
De continuo, por mi vocación de escritor (que pide mucho y da poco), me ocurre que me lanzo a desglosar los temas más actuales, las ideas más soberanamente viejas y palpitantes, las causas primigenias de la situación que nos tiene así y simplemente todo comienza a volverse inabarcable. Hijo de mi tiempo, quiero terminar las cosas de sopetón, soltar la verdad fundamental, global, rotunda; nombrar los largos principios y tramas oscuras en una estrecha frase de fácil comprensión y de las suficientes cualidades mnemotécnicas para anclarse en la mente de alguno y después poder avanzar a otra cosa. Supongo que ese deseo de elipsis proviene de una educación completamente enajenante que exige una atención dividida. Como cuando, desocupado, uno se brinca de un canal a otro y no encuentra nada pero no apaga la televisión y le dedica media hora o más a retazos de programas, comerciales y engañosos discursos de políticos.
A mí lo que me ocurre de continuo es que no alcanzo a tener el don de ciertos escritores que desarrollan sus ideas en una sola frase sublime. Yo voy dando bastonazos de ciego, me regreso para mejor explicarme, o como dijera el genial Monsiváis, “para mejor oscurecerme”. Pero luego veo la hora en el reloj y avanza impía sin que yo, en vez de estar aquí, sentado, agradablemente borracho, escribiendo esto en la soledad, pueda salir mejor a conocer a una chica. Y la idea, la sencilla idea de explorar una idea, comienza a ser una carga, una roca que uno empuja sabiendo que se le soltará antes de llegar a la cima, al clímax.
Por eso, para mí, a pesar de que en el camino de regreso a mi casa haya elaborado todo un discurso mental que quizá alguien necesita leer y aprender, la hoja en blanco es una maldición y apenas si me atrevo a embarrarle palabras porque estoy seguro que no las terminaré y mi vocación pedagógicamente horaciana, lúdica, quedará incompleta. Porque yo sé que
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