sábado, 20 de abril de 2013

Concesiones mineras y derechos de los pueblos indígenas


FOTO: Misión de Observación Civil
Jorge Fernández Souza
Debajo de la superficie de la tierra, en el subsuelo, en las entrañas donde los mayas antiguos ubicaron a Xibalbá, al inframundo, o donde los nahuas han dicho que existe el Mixtlán, la tierra de los muertos, están los hidrocarburos y los minerales. Tal vez en esas antiguas cosmogonías no se asociaron las riquezas mineras, ni tampoco las petroleras, con la muerte, el sufrimiento y la obscuridad. Pero la relación ahí está.
Porque lo cierto es que más que el bienestar que podrían ofrecer para los pueblos indígenas, las riquezas minerales les han traído desasosiego. No solamente porque los beneficios de la extracción les son ajenos, sino porque los trabajos para realizarla destruyen sus tierras, su entorno, su medio ambiente, sus espacios religiosos y culturales; en suma, su territorio.
Así, este es uno de los mejores ejemplos de la diferencia entre tierra y territorio, hablando específicamente de los pueblos indios. El territorio no solamente se refiere a la tierra a la que el campesino, el arado y el tractor le extraen los alimentos, sino a todo lo que la circunda, al subsuelo, al agua, al medio ambiente y al espacio cultural que forjan quienes la habitan.
Que México haya pasado recientemente, en escala mundial, del lugar 30 al cuatro en exploración minera puede ser buena noticia para las empresas, pero no necesariamente para los pueblos, porque la búsqueda actual de riquezas minerales, derivada en gran medida de la demanda global, amenaza a no pocos territorios de los pueblos indios a causa de las concesiones que han sido otorgadas a las empresas. Así lo acreditan casos como los de Chicomuselo, Ixhuatlán y Motozintla, en Chiapas; varias de las alrededor de 300 concesiones en Oaxaca; el del Cerro del Jumil, en Morelos, o los proyectos sobre el territorio Wirikuta, en San Luis Potosí, entre otros.
Y es que la posibilidad legal de que empresas privadas exploten riquezas minerales mediante concesiones en cualquier parte del territorio nacional, incluyendo aquellas donde están asentados los pueblos indígenas, está determinada en la Constitución, que reconoce diversos regímenes de propiedad y de explotación posibles, según el bien de que se trate.
Como se sabe, el artículo 27 constitucional se refiere al régimen de propiedad agraria y a los derechos de los núcleos de población ejidales y comunales, derechos disminuidos y en riesgo constante desde la reforma salinista de 1992. El mismo artículo habla de los bienes que, además de ser propiedad nacional, hasta ahora solamente pueden ser explotados por el Estado (por la Nación, dice el artículo). Para la explotación del petróleo, o de minerales radioactivos, no pueden otorgarse concesiones ni contratos a particulares. Es la misma condición para la generación y distribución de energía eléctrica que tenga por objeto la prestación de servicio público, y también para el aprovechamiento de los combustibles nucleares para la generación de energía nuclear.
Situación distinta es la de la generalidad de las aguas y de todos los otros minerales, como aquellos de los que se extraigan metales y metaloides para la industria, o los yacimientos de piedras preciosas. En estos casos, la explotación y el aprovechamiento sí son concesionables, es decir que le pueden ser adjudicados a particulares o empresas, mediante ciertos requisitos. La consecuencia de la concesión es que, para fines económicos, quien la obtiene, el concesionario, prácticamente actúa como propietario, aunque la concesión puede ser revocada si se incumple con las condiciones mediante las cuales haya sido otorgada.
Así, el origen constitucional de la afectación que por la minería sufren los territorios de los pueblos indios está ahí, en la posibilidad de que la riqueza mineral de estos territorios sea otorgada en concesión para su explotación a empresas privadas. Las movilizaciones sociales, y los recursos legales interpuestos con base en leyes como la de Minas, la Agraria, o a convenios como el 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en ocasiones han sido defensas eficientes contra las acciones devastadoras de las empresas. Modificaciones legislativas para alcanzar mejores condiciones para los pueblos, como sería un margen mayor de regalías, es claro que pueden ser importantes. Pero la base constitucional de las concesiones sigue siendo la puerta jurídica abierta a la expoliación de los recursos minerales de los territorios indígenas.
La defensa del petróleo en contra de la privatización tiene como uno de sus ejes el que la riqueza petrolera sirva para el desarrollo nacional y no para el enriquecimiento de entidades privadas. Este razonamiento podría sin duda aplicarse a las riquezas del subsuelo que constitucionalmente son concesionables (como la minera) en relación con los pueblos y territorios indios: las riquezas mineras de los territorios indígenas deberían de servir primordialmente para el desarrollo de los pueblos. Pero es evidente que si los pueblos indios, para obtener concesiones por medio de cualquiera de sus organizaciones, tuvieran que competir con empresas privadas, nacionales o trasnacionales, lo harían desde una enorme desventaja económica y política.
Por eso es importante que se contemple la posibilidad de que los recursos del subsuelo de los territorios indígenas que sean concesionables sólo puedan darse en concesión a los propios pueblos. Tal propuesta seguramente tendría como respuesta de algunos sectores privilegiados que los pueblos indios no tienen los recursos, ni el conocimiento, ni las técnicas, ni nada para explotar los recursos que están en las entrañas de sus tierras. En fin, que por ser indios no podrían, y como no podrían, ese derecho de exclusividad no tendría cabida.
Pero sin duda, con la colaboración de organismos públicos, de universidades, e inclusive de entidades privadas no depredadoras, o en asociación con ellas, los pueblos indígenas podrían determinar de manera exclusiva la explotación, el uso y el aprovechamiento de los recursos del subsuelo de sus territorios. Las ganancias que ahora se van a manos privadas podrían sustancialmente reorientarse para el desarrollo de los pueblos y con toda seguridad la sustentabilidad ambiental sería cuidada por quienes son parte del hábitat, es decir por ellos mismos. El desarrollo, y las necesidades para la existencia misma de los pueblos, determinarían así las formas y condiciones de la explotación de los recursos del subsuelo concesionables. La generación de empleos no estaría contrapuesta, sino que sería acorde con estas mismas determinantes económicas y ambientales.
Es difícil concebir que la autonomía de los pueblos indios pueda darse sin que ellos tengan acceso a sus recursos naturales o, peor, si esos recursos son explotados para el enriquecimiento privado y con el costo adicional de la destrucción del territorio. Se puede incluso afirmar que los ampliamente incumplidos Acuerdos de San Andrés, para su plena puesta en marcha, sobre todo en sus contenidos de desarrollo y sustentabilidad, podrían requerir de una reforma constitucional que garantizara para los pueblos indígenas el aprovechamiento de los recursos del subsuelo de sus territorios. Esta garantía otorgaría al mismo tiempo la seguridad de que esos recursos servirían para el desarrollo nacional en la medida en que apuntalarían el de los pueblos originarios.
La defensa del bien común nacional y de los derechos de los pueblos indios, entre otras formas por medio de la defensa de los recursos naturales, son inseparables. Por esto, nada impide que vayan juntas las demandas de que la renta petrolera sea para la Nación y de que los recursos de los pueblos indios sean para ellos y, en consecuencia, también para la Nación.
Míticamente, Xibalbá y el Mixtlán, o los equivalentes de inframundos en otras culturas originarias, seguirán recibiendo a quienes deban de recibir. Pero las entrañas de la tierra pueden también ofrecer otras alternativas.

FOTO: Tapatistas

La historia de la minería en México
Mario Martínez Ramos Frente Amplio Opositor a Minera San Xavier (FAO) / Rema

ILUSTRACIÓN: Tapatista
La historia de la minería en México a partir de su actividad a nivel industrial está marcada por el saqueo de nuestros recursos naturales no renovables hacia otros países, por la explotación humana y por una cadena de impactos de todo tipo causados por los diversos sistemas de explotación y beneficio de los valores metálicos.
Los avances tecnológicos y científicos han evolucionado y transformado estos sistemas, la minería subterránea tradicional quedó atrás y aparecen nuevos sistemas con características mucho más agresivas conocidos como tajos a cielo abierto, como en el caso de la canadiense New Gold Minera San Xavier, en Cerro de San Pedro, en el estado de San Luis Potosí, y la actual minería subterránea por el sistema de tumbe y relleno de la también canadiense Silver Minera Cuzcatlan en San José del Progreso, Oaxaca. Dos casos muy sonados, el primero por el escándalo jurídico que dejó al descubierto las grandes redes de corrupción tejidas por las empresas mineras dentro del Poder Judicial, que van desde una simple mesa del ministerio público hasta los más altos tribunales del país, y el segundo por la gran cantidad de activistas opositores asesinados.
No podemos negar la importancia de la minería en el desarrollo tecnológico, económico y social del país. Pero es más importante la preservación de la biodiversidad, que es el sostén de la vida y el bienestar social. Las actuales empresas mineras no reconocen que hay realidades sociales, derechos laborales, ambientales y humanos; derechos de los pueblos indígenas, y otros aspectos que no se pueden soslayar ni legitimar como es la expulsión forzada de comunidades, su desaparición y el despojo de agua y tierra, indispensables para su supervivencia.
Con estos nuevos sistemas las únicas beneficiadas siguen siendo las grandes empresas mineras nacionales y transnacionales. Les permiten reducir en 80 por ciento la planta laboral y en menor tiempo duplicar la capacidad de producción comparada con los sistemas utilizados anteriormente. Basta ver las estadísticas de los diez años recientes en producción de oro y plata: duplican lo que se produjo en los 300 años anteriores, y no es mayor por la resistencia que decenas de comunidades oponen. A cambio, los costos sociales, ambientales, económicos y políticos que estos sistemas causan al país son incalculables, además de irreversibles pues dejan una irreparable deuda ecológica para las próximas generaciones.
Para introducir y aplicar estos nuevos sistemas de explotación minera en nuestro país, previo al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en 1992 se reformó el artículo 27 constitucional y sus leyes reglamentarias como son la de Aguas Nacionales, la Agraria, la de Inversión Extranjera, la Minera, entre otras, con el fin de allanar el paso a las grandes empresas nacionales y transnacionales a las tierras de régimen social, ejidales y comunales.
El marco “ilegal” de la ley minera diseñado en 1992 y sus modificaciones posteriores han fomentado en forma alarmante la impunidad jurídica de las empresas, y la pérdida de los más elementales derechos de la población. La ley minera es única, acusa una total discordancia constitucional y para con otras leyes también reglamentarias del artículo 27, lo cual genera conflictos jurídicos que entorpecen la instalación de estas empresas por la vía legal, situación que las ha obligado a crear extensas redes de corrupción dentro de los tres niveles y poderes de gobierno. También han creado redes militares, religiosas y académicas, por lo cual el conflicto causado por la actividad minera se ha convertido en un asunto de gobernabilidad y seguridad nacional. Ante esta crítica situación, el Poder Legislativo está discutiendo la necesidad de una nueva ley minera.
A estas alturas, ya es imposible ocultar y desestimar los graves daños ambientales, económicos, sociales y políticos que la actividad minera está causando al país, muy en especial al campo. La diversidad biológica de nuestro país tiene la capacidad de producir en forma sustentable y perene una gran gama de productos indispensables no únicamente para el crecimiento económico, sino también para el bienestar de millones de mexicanos.
La actividad minera está prácticamente exenta de impuestos, tampoco genera actividades transformativas, o sea se limita al extractivismo de minerales y no a su aprovechamiento industrial. La mayor parte de esta actividad se dedica a la explotación de minerales con contenidos de oro y plata, cientos de toneladas de estos productos minerales salen de nuestro país anualmente incluso sin afinar, en lingotes de doré, por lo cual no generan cadenas productivas y tampoco empleos. A cambio, nos dejan aire, agua y tierras contaminadas, improductivas de forma irreversible; montañas de desechos tóxicos, corrosivos, productores de drenajes ácidos, cuya actividad contaminante afecta por cientos de años nuestras tierras y depósitos de agua subterránea y superficial.
El impacto que sufren las fuentes de agua superficiales o subterráneas a causa de los sistemas minero metalúrgicos es realmente criminal, no sólo por las grandes cantidades de agua que utilizan, sino también por el uso que le dan.
Por ejemplo, en Mazapil, Zacatecas, para el proceso de lixiviación, la empresa minera utiliza 94 millones de litros diarios para mezclarla con cianuro de sodio. Esta agua contaminada por infiltración hacia el subsuelo, por escurrimiento superficial y por la evaporación que sufre en el proceso lixiviante, contamina todo el ciclo hidrológico. En el caso de Cerro de San Pedro, San Luis Potosí, New Gold Minera San Xavier utiliza 32 millones de agua al día para el mismo proceso. En los dos casos son zonas desérticas con acuíferos sobreexplotados, el agua que consume Minera San Xavier sería suficiente para dotar a 300 mil personas con cien litros diarios, cuando en la ciudad carecen cientos de miles de personas de este vital líquido.
No es posible que por el desarrollo de un proyecto minero con una capacidad de actividad-tiempo limitado, que lo único que produce es saqueo, contaminación, desestabilidad social, se sacrifique el consumo humano y se cancelen de por vida actividades perenes, sustentables y de incuestionable utilidad pública como son las agrícolas y ganaderas.
Es así, que la actividad minera no regula el beneficio social de los elementos naturales no renovables que son del dominio directo de la nación y claves en el desarrollo del país, ni comparte una distribución social equitativa de sus beneficios. ¿Como podría conservar nuestra riqueza pública una actividad que utiliza sistemas altamente agresivos con impactos irreversibles al medio ambiente?
El aprovechamiento de los recursos naturales no renovables, como es el caso de los que aprovecha la actividad minera, requiere concepciones de visión de largo plazo y de responsabilidad generacional.
Hoy la responsabilidad de la explotación de los recursos naturales se enfrenta a nuevos desafíos, están avanzando en forma secreta y acelerada las negociaciones para el acuerdo estratégico transpacífico al que se incorporó nuestro país en junio de 2012, y el cual entre otros leoninos artículos destaca el que los gobiernos parte de este acuerdo, no aprueben leyes en materia de medio ambiente, salud y trabajo que afecten los intereses de las corporaciones multinacionales. Este pretendido acuerdo es aún más antisocial y lesivo que el TLCAN. El acuerdo transpacífico no es sólo con nuestro país, tiene influencia regional y su finalidad es asegurar los mercados necesarios para la reproducción capitalista.
En ese contexto y en estos momentos, las iniciativas de ley son retos de conciencia y de responsabilidad para con nuestro país, tarea que ya no puede ser exclusiva del Poder Legislativo con casi nula credibilidad en estas tareas. Ya está operando la sociedad por medio de los grupos organizados y de los justos reclamos de las comunidades afectadas por el despojo de su patrimonio territorial. 

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