lunes, 29 de agosto de 2011

Monterrey duele

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Por: Sanjuana Martínez Fecha: agosto 29, 2011 - 00:08 | Sin comentarios



La maldad, al igual que la bondad, no tiene límites. Estamos en los estertores del sexenio de un hombre cuyo delirio nos ha llevado al borde del precipicio. Las víctimas caen irremediablemente por ese agujero negro de sangre y muerte arrastrando a México a la más profunda de sus crisis.

Felipe Calderón pasará a la historia no sólo como el Presidente ilegítimo y cuestionado; sino como uno de los peores presidentes de este país. Se sentó en la Silla del Águila pretendiendo ser el inquilino de Los Pinos por derecho propio y se irá como el más indigno de sus visitantes.

La barbarie no sólo la comete el que empuña un cuerno de chivo o una arma de uso exclusivo del Ejército. Detrás de la crueldad hay otros; aquellos que han tomado las decisiones, aquellos que han ocasionado este genocidio. Calderón declaró un guerra sin un mínimo de logística, sin haber limpiado las policías corruptas, sin tener el control de la seguridad de los estados y municipios. ¿Qué esperaba? ¿Que los cárteles de la droga desaparecieran en 15 minutos? ¿Que mientras uno es favorecido, los otros se quedarán mirando de manera complaciente?

Cuando empezó la guerra producto de su delirio de grandeza y legitimidad, había seis cárteles de la droga, hoy hay más de 12. Se registraban asesinatos, pero no 50 mil. Los criminales mataban, hoy organizan carnicerías: decapitan, destazan, pozolean, desollan, cuecen en ácido, descuartizan, cuelgan gente de los puentes… ¿Es este el éxito de la guerra de Felipe Calderón?

La matanza en el Casino Royale de Monterrey marca un antes y un después de su maltrecho sexenio. La escalada de terror en la que nos han sumido las dos violencias; la del Estado y la de los cárteles de la droga, no tiene límites. Lo han demostrado los delincuentes, lo han demostrado los policías, militares, marinos, alcaldes y gobernadores traidores que se venden al crimen organizado, lo ha demostrado un Presidente que insiste en continuar su desvarío, su delirium tremens. ¿Qué tipo de enfermedad padece alguien que piensa acabar con el narcotráfico?

En algunas zonas del país, el crimen organizado ha sustituido al Estado. Han impuesto su propia ley; controlan policías, ejército, alcaldes, gobernadores; dominan las cárceles, algunas oficinas públicas, la actividad empresarial. Tienen su propia seguridad, su propia Secretaría de Hacienda. Son los dueños, los amos y señores.

Los ataques indiscriminados a la población civil han sido utilizados a la largo de la historia para conseguir fines diversos. En este caso, los Zetas -un grupo paramilitar formado en el Ejército- intenta consumar venganza y sembrar el terror. Es una forma de aumentar su recaudación de “impuestos”, sus ganancias; de incrementar su poderío.

Hemos entrado a una nueva era, a un nuevo formato de violencia: el narcoterrorismo. Los delincuentes han cruzado la delgada línea que separa las distintas violencias. Los cárteles de la droga se han aliado con otros grupos extremistas, sin escrúpulos, para conseguir sus fines. El cártel del Golfo lo hizo en su momento al aliarse con los Zetas. En Colombia y Perú, los grupos narcoterroristas ocasionaron una auténtica guerra civil.

El narcoterrorismo va de la mano del terrorismo de Estado, del paramilitarismo. Las torturas, ejecuciones y desapariciones que están realizando el Ejército, la Marina y las distintas policías han encontrado una respuesta. Terrorismo de Estado/Narcoterrorismo. Ese es el binomio. A toda acción, hay una reacción. Cuando los militares, los marinos o los policías se convierten en sicarios bajo el argumento de la Seguridad Nacional, cuando torturan igual o peor que un delincuente, cuando ejecutan por la espalda o con un balazo en la cabeza o con una golpiza repetida por varios días de cautiverio, la respuesta del otro bando de violencia suele ser peor. Cuando los empresarios, los millonarios o los hombres de poder contratan “guardias blancas” para su seguridad y actúan por encima de la ley aniquilando enemigos, la respuesta del otro bando es atroz.

La tragedia del Casino Royale tiene nombres propios. Los dueños de la plaza por supuesto. El jefe en turno de los Zetas, los nueve sicarios autores materiales del crimen; pero también los dueños de la casa de apuestas que tenían puertas de emergencia cerradas con candado y no cumplieron con los requisitos mínimos de seguridad, los que les permitieron seguir operando sin los permisos municipales, los que aceptaron su instalación violando la ley, los que otorgaron permisos federales para cientos de casinos a cambio de millones de dólares.

La opacidad con la que operan los casinos en México se demuestra porque la opinión pública no conoció los nombres de los dueños de manera inmediata. El primer propietario se llama Rodrigo Aguirre Vizzuett, pero dice que lo vendió. El último consejo directivo del Casino Royale que se conoce está formado por miembros de la familia Madero: Rodrigo Madero Covarrubias, José Francisco Madero Dávila y Ramón Agustín Madero Dávila, primos del exalcalde de Monterrey, Adalberto Madero.

La voracidad ha convertido a esta ciudad en “Las Vegas de México” con más de 60 casinos, centro de blanqueo de dinero producto del narcotráfico. Monterrey es una plaza codiciada, un paso estratégico de droga, vale 40 millones de dólares al día. Todos se la disputan. La quieren los Zetas, el cártel del Golfo, los Beltrán Leyva, la Familia Michoacana, el cártel de Sinaloa… También la quieren las autoridades corruptas. Todos la han convertido en un campo de batalla.

Pero Monterrey no es de ellos. Monterrey es nuestro, es de todos los que deseamos vivir en paz. Monterrey duele, duele hasta las entrañas, duelen los muertos del Casino Royale y los más 1,200 asesinados este año. Monterrey duele como duele el resto de México. Esta ciudad era un buen lugar para vivir, ahora es un sitio para sobrevivir. Caminar por sus calles es ahora un peligro, divertirse una amenaza, disfrutar sus noches un anhelo en riesgo que va en aumento.

Jamás pensé mirar al Monterrey de mis amores sumido en tal grado de violencia, hundido en la vorágine del dinero, el poder y la droga. Sus majestuosas montañas protegieron la ciudad de huracanes y tornados; su gente trabajadora y digna la convirtieron en una zona generadora de productividad y riqueza. No es justo, no es justo que por un puñado de canallas cambie nuestra vida.


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