Todavía hay quienes creen que los halcones (los de entonces, no los que ahora colaboran con el narco) fueron creados al vapor, pocos días antes de la represión del 10 de junio de 1971. No fue así.
Los orígenes hay que llevarlos al 2 de octubre. Esa tarde, en Tlatelolco, detuvieron a muchos de los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga. No obstante, el movimiento continuó, aunque en menor escala, tratando de definir el camino que debería seguir la lucha. La huelga se levantó antes de que concluyera el año, y el CNH como tal se disolvió en diciembre; de inmediato los estudiantes del Poli, de la Normal de maestros, de los comités de lucha de la UNAM, de Chapingo y de la Universidad Iberoamericana constituyeron la Comisión Coordinadora de Comités de Lucha (COCO).
La COCO logró mantener vivo el movimiento, tanto en el DF como en otras entidades, por ejemplo, Michoacán, Puebla, Nuevo León. Los estudiantes de este último estado libraron una lucha que los llevó a lo que puede calificarse del mayor triunfo en ese lapso: conseguir la autonomía de la universidad; en 1969, además los estudiantes lograron que se les diera mayor participación en el gobierno de esa institución.
A esta conquista estudiantil que reavivó el entusiasmo del movimiento debe sumarse el hecho de que Luis Echeverría fuera lanzado por el PRI como candidato a la presidencia de la República. Para colmo, el candidato se propuso visitar planteles universitarios en su campaña. Mayor cinismo no podía haber, pues había sido el secretario de Gobernación con Díaz Ordaz, y seguramente con él –y otros conspicuos hombres de la administración– tramó lo ocurrido el 2 de octubre; sin embargo, Echeverría, ya en campaña proselitista, comenzó a dar muestras de que, aparentemente, no continuaría con la línea de Díaz Ordaz. Durante todo ese tiempo aprovechó cuanta oportunidad tuvo para, como dirían en mi pueblo, darle de patadas al pesebre. Todos los indicios apuntaban a que en su gobierno las cosas cambiarían, de que ya no sería un incondicional de los estadunidenses, de que cuidaría que los ricos no abusaran de los pobres, que acabaría con los líderes charros para que se estableciera la democracia sindical, y cosas por el estilo. Incluso llegó al grado de que, en un mitin en Morelia, pidió guardar un minuto de silencio por los caídos el 2 de octubre.
Luis Echeverría asumió la presidencia el 1 de diciembre de 1970, y de inmediato quedó planteada la gran (y sospechosa) contradicción: su política exterior se inclinaba hacia los gobiernos latinoamericanos (sin ver pelo ni tamaño, pues lo mismo se acercaba al dictador Anastasio Somoza que al presidente socialista Salvador Allende) y a otras regiones miserables del mundo; es decir, enfatizaba su interés por los países del entonces llamado Tercer Mundo; hablaba y no dejaba de hablar de apertura democrática, pero su equipo de trabajo más próximo anunciaba una continuidad de la política –autoritaria y represiva– de Díaz Ordaz. De ahí que le urgiera encontrar una manera de convencer a todos los mexicanos –sobre todo a los intelectuales de izquierda– de que él era demócrata, de que estaba abierto al diálogo, de que era solidario de las mejores causa nacionales e internacionales, bla bla bla bla... Necesitaba un golpe de timón efectivo y convincente. El excarcelamiento de los líderes del ’68 facilitaría el asunto, pero la posibilidad de que al quedar en libertad le alborotaran la gallera estaba muy presente. Las autoridades recurrieron a la figura de “libertad bajo palabra” y se la ofrecieron a los presos políticos del ’68, pero condicionada a que aceptaran salir del país. El gobierno chileno se ofreció a recibirlos y esa fue la opción para muchos. De esta manera salió de Lecumberri un buen número de presos políticos, pero otros –entre ellos el ingeniero Heberto Castillo– permanecieron tras las rejas porque no aceptaban firmar la libertad bajo palabra y mucho menos irse del país. A la postre poco importó su resistencia, pues de todos modos los sacaron de chirona.
Mientras, los halcones andaban por ahí, como Cri-Cri, guardando eso que ahora llaman un bajo perfil. Porque ese grupo no se formó el 10 de junio ni días antes, como se desprende del testimonio que publicara el general de brigada Luis Gutiérrez Oropeza. El militar asegura que en 1968, poco después de las Olimpiadas y el movimiento estudiantil, fue inaugurado el Metro; la gente, tal vez para protestar de alguna manera por el 2 de octubre, utilizaba este medio de transporte, pero al mismo tiempo rompía sus asientos, lo rayoneaban y cometían destrozos en los vagones (actos vandálicos, en la jerga policial). Como el Campeonato Mundial de Futbol se aproximaba, temieron que esas tropelías se transformaran en actos terroristas que generarían una imagen pésima del país en el extranjero, lo cual repercutiría negativamente en el desarrollo del Mundial, convirtiendo en fracaso absoluto algo que prometía traer miles de turistas y, por lo tanto, divisas. Y como se aproximaba el año de Hidalgo –“le cae al que deje algo”– para la administración diazordacista era necesario evitar dicha imagen. Es decir, había que impedir los posibles actos terroristas. Por eso, y para prevenir tales atentados, el general Gutiérrez Oropeza le propuso al señor presidente Gustavo Díaz Ordaz que se creara un cuerpo paramilitar.
Su función, entre otras, o mejor dicho, la pantalla, era vigilar los vagones e instalaciones del Metro. Eso ocurrió durante la administración de Díaz Ordaz, de ahí que si Echeverría hubiera sido consecuente con su discurso, tendría que haber disuelto ese grupo paramilitar, minuciosamente entrenado.
Los halcones era un grupo socialmente variopinto, en que había desde ex militares –dados de baja, expulsados o desertores– hasta pandilleros de la peor calaña, lúmpenes, ex porros, etcétera; pero los comandaban militares de carrera. La cabeza de los halcones era el coronel Manuel Díaz Escobar Figueroa.
Han pasado cuarenta años desde la represión del Jueves de Corpus. En diversas ocasiones se dijo que los responsables serían castigados. Sin embargo, tales promesas nunca se cumplieron.
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