miércoles, 4 de agosto de 2010

El metate huasteco

Resuena un martillo al chocar con una de las rocas escogidas por los huastecos para hacer el metate. Es un crujido que nace del golpe y provoca el rebote de pequeños trozos de piedras alrededor. Lastiman si caen en los ojos, pero el hombre sigue aunque el martillo prense sus dedos con la piedra. Si se distrae no importa, la figura siempre saldrá perfecta después de 73 años de hacerla.

«Hágase pa’llá, que si no le voy a dar», dice don Enrique Hernández, hidalguense de Tehuetlán, Hidalgo. Continúa armando el sapo que talla en la fina piedra que aprendió a escoger desde que tenía 11 años. Voltea, sonríe y regresa su mirada a la piedra. Su pie derecho se estira sobre el suelo de adobe que tiene una cubierta de tierra mojada; el izquierdo se mantiene recogido para sujetar mejor la piedra. Su cuerpo lo encorva y da con más fuerza el golpe con el martillo.

Con la sonrisa en el rostro, pinta poco a poco figuras en las piedras porque es lo que hoy le deja dinero, «son 7 mil pesos aproximados por pedido», comenta Enrique. Al fin y al cabo, cada semana hace una figura grande y más metates.

Su piel es color café quemada, como el café que siembran en la huasteca veracruzana. El perfume que desprende su cuerpo es el sudor leñoso, sin aroma a plástico y con la naturaleza impregnada olor a hojas de árboles húmedas, a la tierra recién mojada por el río brillante que hay en Tehuetlán.

En su cabeza reposa un sombrero de paja con un listón negro apenas perceptible; usa una playera rota del cuello, pero manteniendo la pureza de la nieve cálida; su pantalón es de manta blanca y sus pies están descubiertos, pero a la vez abrigados por una manta de tierra.

Continúa azotando el martillo –hecho por él– con la fuerza de sus brazos que marcan con un par de líneas la solidez de su impulso que genera esculturas de piedra artísticas, al movimiento ondulatorio desde su hombro hasta la muñeca y sus dedos gruesos, golpeados, maltratados y con la piel rota debido a la resequedad.

«¿No quiere un vasito con agua?», pregunta a la mujer que los visita y a pesar de rechazar el vaso con agua, el hombre se lo pide a su esposa.

La casa está construida con adobe, un buen material aislante térmico. Sin embargo, a la gente de Tehuetlán no le importa pues sus casas están siempre abiertas a las personas que los visitan.

Los niños sonríen y les da pena que les tomen fotos, pero una vez platicando, presumen saber dos idiomas: náhuatl y español. Y aún mejor, para ellos no hay ninguno superior, «¡los dos están bonitos!», grita Tzin desde la tierra mojada que tocan sus rodillas y la punta de los dedos de sus pequeños pies.

Tzin está feliz con sus ocho años de edad que se perciben en su mirada, ojos grandes, negros y llenos de energía con ganas de aprender en la escuela y dibujar gatitos porque «los perritos casi no me gustan».

Se acerca a su abuelito y pide que le enseñe ya a escoger las piedras para ayudarlo en su labor diaria. Si no es entregando los metates, es escogiendo piedras o labrándolas. Ella es una esponja que quiere aprender todo. Absorber el jugo de su abuelito, la sabiduría que 84 años le pueden regalar.

En Tehuetlán todos se ayudan unos a otros. No sobreviven, viven lo mejor posible. Huelen el café, lo saborean al igual que las hojas de los árboles y la tierra que permite el crecimiento de todo. El río que les da un baño cada mañana calurosa, cada atardecer fotográfico, cada sonrisa perfecta como la de los huastecos en Tehuetlán.

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Laura Elizabeth Sánchez Morales (Ciudad de México, 1989). Estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha sido profesora adjunta en la misma institución. Amante del lenguaje y los idiomas. Respetuosa con la fotografía, pero no fotógrafa. Miembro del consejo editorial de Cuadrivio.

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