Desde la década de los ochenta, el gobierno estadunidense se decidió por una política enfocada a combatir con las armas el tráfico ilegal de drogas. Esa estrategia se exportó al mundo, con graves resultados para países como México y Colombia.
La guerra en contra del narcotráfico emprendida por el gobierno de Felipe Calderón ha dejado un saldo de muertes y violencia, y un clima de terror en ciudades como Juárez, Nuevo Laredo y Monterrey. Pero la estrategia de la “guerra contra las drogas” proviene de más allá de nuestra frontera, y data de 1986, cuando Ronald Reagan advirtió que las drogas ilegales eran una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Como resultado de la definición de este nuevo frente de guerra, desde finales de la década de los ochenta la ayuda militar, policial y de logística que el gobierno de Estados Unidos proporciona a México ha ido en aumento.
En México, la intervención de las Fuerzas Armadas en las instancias de decisión para realizar operativos y acciones frente al narcotráfico comenzó de lleno cuando, durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, se incluyó en el grupo coordinador ejecutivo del desaparecido Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD) a representantes de las secretarías de Defensa y Marina. En el gobierno de Ernesto Zedillo, la punta de lanza de la incorporación de militares en el frente de la lucha contra el narcotráfico fue el Plan Piloto Chihuahua, instaurado durante el primer año de gobierno, que estableció la política seguida hasta ahora al reemplazar a 120 policías judiciales asignados a la delegación de la Procuraduría General de la República en Chihuahua, por integrantes del Ejército Mexicano, además se creó el Consejo Nacional de Seguridad Pública, lo que permitió la plena injerencia de aquellas secretarías en la toma de decisiones y la elaboración de políticas en materia de seguridad nacional, en las que se incluían las acciones en contra del narcotráfico.
Datos sobre el número de integrantes del Ejército Mexicano capacitados en Estados Unidos confirman la principal línea de la estrategia trasnacional seguida en México y América Latina para enfrentar al tráfico de estupefacientes: la militarización. Vale citar el libro editado por Coletta A. Youngers y Eileen Rosin Drogas y democracia en América Latina. El impacto de la política de Estados Unidos (Buenos Aires, Biblos, 2005): “Entre 1981 y 1995 México envió un total de mil 488 efectivos a las academias militaresde Estados Unidos. En 1997 y nuevamente en 1998 se capacitó en ese país a más de mil integrantes del programa Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE), superando en dos años la cantidad de soldados que habían sido entrenados en los 15 años anteriores”.
A la caída del priismo, el gobierno de Vicente Fox no sólo mantuvo la política de incorporar a las Fuerzas Armadas en operativos antidrogas, sino que aumentó la presencia militar en las policías federales, por lo que nombró al general Rafael Macedo de la Concha como titular de la Procuraduría General de la República (PGR). La cereza en el pastel vino cuando, al inicio de su gestión, Felipe Calderón intensificó la política de la “guerra contra las drogas”, para la cual la estrategia básica de todas las acciones libradas hasta hoy es la recuperación de territorios dominados por el narcotráfico, tanto urbanos como rurales, en un intento por desarticular a las organizaciones criminales, además de disminuir y evitar el creciente consumo de drogas. Pocas semanas después de iniciado su gobierno, Calderón apareció con camisola y gorra militar en Michoacán al inicio de los llamados operativos conjuntos, en una estrategia que pasa por el despliegue de decenas de miles de soldados en las calles, y en la captura o muerte de líderes de las organizaciones criminales. Hasta ahora el saldo es de más de 30 mil muertes durante este gobierno federal, según informó la PGR en diciembre del años pasado.
PÉRDIDA DE CONTROL TERRITORIAL
Tres años después de que el presidente Calderón declarara la guerra en contra del narcotráfico, la realidad se impone. Durante el foro Diálogo por la Seguridad, celebrado a instancias presidenciales en agosto de 2010, Guillermo Váldés, director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), afirmó: “Hemos avanzado en el despliegue de fuerzas, en el entorpecimiento de la capacidad de operación del crimen organizado, como en el proceso de recuperación y fortalecimiento de policías; pero en el objetivo de recuperar las condiciones de convivencia y regiones afectadas por la delincuencia no hemos logrado el propósito, tenemos una violencia creciente”.
Además de las miles de vidas truncadas en estos tres años, la violencia ha deteriorado irremediablemente el tejido social de muchas ciudades. La crisis de seguridad pública afecta a cientos de miles de mexicanos víctimas del crimen organizado, quienes saben que pueden ser cotidianamente objeto de extorsión o de secuestro, sufrir un narcobloqueo, morir en un fuego cruzado o ser confundidos con sicarios. La afectación a los derechos humanos es recurrente y se suma a los daños colaterales de la guerra contra el narco.
Jorge Tello Peón, ex secretario ejecutivo del Consejo de Sistema Nacional de Seguridad Pública, en su artículo “La seguridad pública. Síntesis social”, incluido en el Atlas de la seguridad y la defensa de México 2009, publicado por el Colectivo de Análisis de la Seguridad con Democracia, reconoció la dimensión del problema al escribir: “Por primera vez en muchos años se ha perdido control territorial por parte de las estructuras institucionales y, lo que tal vez sea peor, se han perdido también estructuras históricas (...) queda claro que si seguimos haciendo las cosas en formas y maneras que hasta ahora nos han dado resultados insuficientes, por más que invirtamos en ese camino, no tendremos dividendos”.
De acuerdo al investigador Edgardo Buscaglia, especialista en temas de narcotráfico y violencia social, en 63 por ciento de los municipios del país existe una estructura criminal capaz de controlar los negocios del crimen organizado: el narcomenudeo, el cultivo y el tráfico de drogas, el secuestro y la extorsión, y es capaz de confrontar al Estado de Derecho y los gobiernos locales, estatales y federal. Tres años después de haber iniciado la guerra del narco, los territorios donde el crimen organizado ha establecido formas de control o donde las bandas se disputan plazas o rutas, lejos de ser recuperados, se encuentran sometidos a la violencia igual o más que antes: la militarización no ha logrado, porque no ha sido su objetivo, eliminar el principal resguardo del crimen organizado: la corrupción, la que se muestra rampante a través de cercos de protección policiaca y política.
Otro de los saldos dejados por la estrategia de la guerra contra las drogas iniciada más allá de nuestras fronteras es la formación de grupos paramilitares de alto entrenamiento al servicio de los cárteles del narcotráfico: Los Zetas, en su primera época brazo armado del cártel del Golfo, y quienes provenían del GAFE, integrantes del Ejército Mexicano entrenados en Estados Unidos.
Otros centros de reclutamiento especializado surgieron en la década de los noventa, cuando por ejemplo los Arellano Félix reclutaron pandilleros del barrio Logan, de San Diego, y de la M Mexicana para formar su propio grupo de protección y asalto. En cuanto al cártel de Sinaloa y a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, desertores del Ejército guatemalteco, veteranos kaibiles y ex Maras pudieron integrarse hace años a las filas de sus grupos de sicarios. Los pandilleros de Ciudad Juárez, vinculados tanto a Los Aztecas como a su grupo rival, Los Artistas Asesinos, han sido llamados para la guerra que desde hace años libran el cártel de Juárez y el de Sinaloa. Hay información de que La Familia Michoacana encuentra quien quiera jalar sus gatillos en los centros de rehabilitación para adictos, y no son pocos los casos de sicarios con placa, como los más recientes casos de ex presidentes municipales y ex secretarios de Seguridad Pública coludidos con secuestradores en la región de Tlalmanalco, Estado de México, donde ex policías o policías en activo trabajan para distintas organizaciones del narcotráfico.
UN EJÉRCITO CUESTIONADO
Para mantener la estrategia de la guerra contra el narcotráfico hacen falta recursos. A la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), de acuerdo con información divulgada por diputados del Partido Revolucionario Institucional (PRI) recientemente, se le asignó 40 por ciento del presupuesto para seguridad de que dispone el gobierno federal. De un total estimado de 112 mil millones de pesos, el Ejército Mexicano ejerce 43 mil 622 millones. A lo largo de este gobierno, los recursos destinados para la Sedena se han incrementado en más de 60 por ciento. Al inicio de la “guerra contra el narco”, en 2006, el presupuesto de esa secretaría era de 26 mil millones de pesos. Asimismo, de acuerdo a información pública, 45 mil militares combaten el narcotráfico. En el último año el Ejército sufrió 44 bajas.
Pero la participación del Ejército en labores de seguridad pública —su acción en el frente de la guerra contra el narco, su intervención en operativos y la vigilancia en las ciudades del país— ha sido muy cuestionada. Las denuncias por abusos por parte de militares se han multiplicado en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
El presidente de la institución, Raúl Plascencia Villanueva, entrevistado a propósito de este tema, afirmó: “Se han quintuplicado las quejas en los últimos cuatro años en contra de las Fuerzas Armadas, e inclusive se ha generado el mayor número de recomendaciones en la historia de esta institución, las que suman 30 sólo durante el año de 2009. Pero, más aún, el mayor número también en contra de cualquier otra autoridad en la historia de la CNDH”.
ATAQUE A LA FUENTE DE LA DROGA
La pregunta es a quién ha beneficiado la guerra contra las drogas, emprendida desde la década de los ochenta por distintos gobiernos de Estados Unidos más allá de sus fronteras, con repercusiones bien conocidas en México. Sin duda, al crecimiento de la economía del narcotráfico, un gran negocio de 25 mil millones de dólares anuales que los narcotraficantes mexicanos perciben gracias al mercado estadunidense. También ha beneficiado a quienes enfrentan a los narcotraficantes, es decir a agencias como la Drug Enforcement Administration (DEA) o el Federal Bureau of Investigation (FBI) —cuyos presupuestos están garantizados mientras la guerra continúe—, y también, sin duda, a la industria del armamento y los traficantes de armas.
Por otro lado, quienes han sufrido los mayores perjuicios, los afectados en la “guerra contra las drogas” emprendida por el gobierno estadunidense más allá de sus fronteras, son países como México y Colombia, donde la violencia del narco ha significado a lo largo del tiempo la pérdida de territorios frente al crimen organizado, ingobernabilidad, degradación social y grupos paramilitares. A todo ello hay que sumarle la corrupción en detrimento de las débiles instituciones de países que aspiran a la democracia.
Esa guerra, establecida oficialmente como una política de Estado en 1989 por el presidente George Bush padre, parece ceder terreno en el futuro próximo debido a la Estrategia Nacional de Control de Drogas 2010, dada a conocer públicamente por el presidente Barack Obama en mayo de ese año. Hoy, hacia el interior de Estados Unidos el consumo de drogas se reconoce como un problema social y de salud pública, y para enfrentarlo son elementos fundamentales la prevención y la información. Pero la estrategia al exterior es muy diferente. Como ocurrió desde la época de Reagan, la droga se percibe en tiempos de Obama como una amenaza que ingresa desde fuera a su país. Una amenaza a la que hay que atacar: “Aplicar la estrategia contra los estupefacientes en la frontera sudoccidental (...) para contrarrestar la grave amenaza fronteriza de la droga (...) Efectuar operaciones contra la droga por parte de las fuerzas del orden público conjuntamente con nuestros aliados del exterior, con el fin de causar interrupciones muy importantes en el flujo de drogas, dinero y productos químicos (...) Intensificar la lucha internacional contra la droga, especialmente en las Américas”.
Así, independientemente del matiz de sus diferentes gobiernos, la política de la “guerra contra las drogas” ha sido una estrategia mantenida casi inalterada por Estados Unidos desde los años ochenta. Por ejemplo, en el “Informe sobre la estrategia internacional de narcóticos”, elaborado por el Departamento de Estado en 2003, se señala: “Cuanto más certero sea nuestro ataque a la fuente, mayor será la posibilidad de detener el flujo de narcóticos”.
Más allá de los muertos, esta estrategia persiste.
El 18 de marzo del año pasado, Víctor Renuart, ex jefe del Comando Norte de Estados Unidos, compareció en Washington ante el Comité de Fuerzas Armadas de la Cámara Baja. El general afirmó que la “guerra contra el narcotráfico” continuará por ocho o 10 años más. Señaló que existen planes de contingencia si la violencia traspasa la frontera sur de su país. Renuart resumió la postura oficial que anima esa guerra al decir: “Necesitamos continuar demostrando a los mexicanos que somos parte de su equipo, que apoyamos sus esfuerzos y que continuaremos asistiéndolos, sea en equipo o capacitación, o en muchos casos al permitir que aprendan las lecciones de nuestros esfuerzos integrados en otras partes del mundo (...) He estado trabajando muy agresivamente con los militares mexicanos y la policía federal para ayudarlos”.
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