Interesado en descubrir nuevos
horizontes en busca de nuevas aventuras, viajé al estado de Puebla para
conocer un terreno que hasta hace poco tuvo una clara vocación agrícola.
Su antiguo propietario cultivaba simultáneamente tres milpas, de modo
que mientras cosechaba el maíz y la verdura congénita de una, regaba la
otra y sembraba la tercera.
Cuando terminaba la recolección
de la primera, su hato de 500 cabras entraba a limpiarla mediante la
devoración de la hierba hasta que desaparecían los últimos vestigios de
clorofila. En otras palabras, en sus tierras siempre había jilotes,
elotes y olotes (los jilotes son las plantitas verdes que no le llegan a
uno ni a las rodillas y olotes se llaman las mazorcas ya desgranadas).
La bonanza del minifundio
habría sido impensable sin la sabiduría y la tenacidad de su extinto
dueño, pero éste no habría sido capaz de producir alimentos con tal
eficacia si no hubiera contado con los beneficios de un sistema de riego
que aún existe.
Por algunas horas me imaginé
tocado con sombrero de paja, calzado con huaraches y munido de un
machete, una hoz y un martillo, no organizando un partido político sino
desbrozando el terreno para volver a sembrarlo y construyéndome una casa
de adobo, un gallinero, un criadero de conejos y una pileta.
Desde luego, no haría todo el
trabajo pesado yo: compraría terneras venidas menos para engordarlas
intensivamente y, una vez que hubiesen concluido su labor y estuviesen
bien ponchadas, las vendería en pie o en canal, según las fluctuaciones
del mercado, y con las utilidades repondría el hato de cabras.
El ensueño se desvaneció cuando
al final del recorrido mi guía empezó a hablarme de números. Por
principio de cuentas, su oferta no abarcaba todo el terreno (pues
dividido en fracciones pertenecía a sus numerosos hermanos) sino apenas
tres hectáreas. ¿Y en cuánto me las dejas?, pregunté ya sin curiosidad.
Mira, me dijo, considerando que
es tierra fértil, que tiene sistema de riego y que por aquí no hay
Zetas, estaríamos hablando de 60 mil pesos. Mamma mía, pensé, 180 mil
pesos, más los gastos del notario, más la hoz y el martillo... bajita la
mano serían 200 mil pesos, sólo para abrir boca.
Pero la ilusión renació en mí
como renacen las notas del bolero más cursi en la caja de resonancia de
una guitarra, cuando el hombre, observando mis silentes tribulaciones
aritméticas, me aclaró: Por las tres hectáreas serían 60 mil pesos en
total.
Esa noche, de regreso a la
ciudad, un amigo me invitó a una degustación de brochetas coreanas en un
salón del hotel Nikko, que ya no se llama así, pues ahora es un eslabón
más de la cadena Hyatt, si bien conserva sus restaurantes japoneses.
Las brochetas, en realidad,
eran simple carnada que la firma sudcoreana Samsung usó para atraer a
representantes de instituciones educativas e incitarlos a adquirir sus
flamantes pizarrones de última generación. Éstos miden 65 pulgadas,
tienen 100 mil horas de vida útil, así como una membrana adherible que
le permite al profesor dar clase escribiendo y borrando sobre la
pantalla con la yema del dedo. Además, se conectan a Internet, realizan
todas las funciones de una computadora y pueden enviar datos de imagen y
sonido a las tabletas que los alumnos lleven a clase en sustitución de
los anacrónicos cuadernos.
¿Cuánto cuesta un pizarrón
inteligente de 65 pulgadas? 80 mil pesos. ¿Cuánto tres hectáreas de
monte en Puebla? 60 mil. Ah, ¿y las tabletas? Poco más de 10 mil. De
pronto se hizo la luz en las tinieblas de mi cerebro y comprendí lo que
significa el concepto “valor agregado”.
Para colarme al aquelarre de
Samsung, como de momento carezco de credenciales de periodista, me vestí
con elegancia casual y me anuncié como profesor del ITAM. “Ay, usted da
clases en el ITAM”, dijo la edecán de la puerta que tramitó mi ingreso.
“Yo estudié en el ITAM. ¿Qué matería da?” “Teoría del Estado...”
“Híjole, maestro, qué padre. ¿Y de cuál de los tres?”, añadió. “Ya ve
que hay estado líquido, sólido y gaseoso.”
Dentro ya del salón me adherí
al grupo en que mi amigo hablaba con otros hombres de negocios. En menos
de lo que bala una cabra, me enteré de tantas cosas... Que el Banco de
Bilbao Vizcaya y Argentaria (BBVA), propietario de Bancomer, vendió sus
(o más bien nuestros) fondos de ahorro para el retiro (Afore) a Banorte
en mil 735 millones de dólares.
La operación se cerró el 9 de
enero pasado, y según esto, los usureros vascos se deshicieron del menos
rentable de sus negocios en México, porque necesitaban liquidez para
tapar hoyos en el queso gruyére en que se ha convertido la economía
española.
Órale, me dije, así que los
japoneses vendieron el Nikko a Hyatt, y los vascos las afores de
Bancomer al monopolio de las tortillas de harina de maíz. Eso no es
todo, intervino otro contertulio, el Grupo Planeta acaba de comprar la
editorial Tusquets. ¡No! ¡No!, exclamó mi voz interior horrorizada,
porque Planeta engulló hace años la editorial Joaquín Mortíz y la borró
del mapa.
¿Desaparecerá Tusquets, que hoy
por hoy, hace los libros más hermosos que circulan en el mundo de habla
hispana? Ahí están los grandes maestros de la novela policiaca: todo
Simenon, todo Mankell, algunos de los mejores títulos de Qiu Xiaolong, y
entre los mexicanos de mi generación tienen a Agustín Ramos y a las
mejores voces de la literatura del norte, como Élmer Mendoza (Culiacán),
Luis Humberto Crosswhite (Tijuana), o Cristina Rivera Garza
(Matamoros), por no mencionar que auspició recientemente el debut como
novelista de la actriz Lisa Owen.
Y de pronto me asaltaron las
preguntas existenciales. Si el Hyatt se comió al Nikko, Banorte a
Bancomer y Planeta a Tusquets, ¿debo comprar tres hectáreas en Puebla y
dedicarme a la explotación de la cabras? ¿Me mirará con extrañeza el
médico o se reirá de mí la gente sencilla cuando diga que produzco
cajeta?
Por suerte, mis tribulaciones
se disiparon esa noche no bien empecé a leer Nación TV. La novela de
Televisa, el nuevo libro de Fabrizio Mejía Madrid, que cuenta la
historia de una poderosa estirpe de malvivientes --los Emilios
Azcárraga-- ante quienes los Corleone y los Soprano parecen encantadores
boy-scouts.
Prometo una reseña crítica en
breve, pero si me refiero a esta obra, que todavía no termino de leer,
es para decirles que corran a buscarla antes que Grijalbo la reimprima,
porque al paso de las décadas los ejemplares de la primera edición de un
título famoso, como sin duda será éste, multiplican exponencialmente su
valor.
Hace dos años, José Emilio
Pacheco pagó 25 mil pesos por un volumen de la primera edición de
Astillero autografiado por Juan Carlos Onetti. Y según el marchante que
me lo dijo, había otro ejemplar, éste sin la firma del genial uruguayo,
que estaba dispuesto a malbaratar en cinco mil pesos.
Moraleja Uno: si compro la
tierrita y se instala cerca una minera canadiense en pos de oro, me
rentarán la hectárea a 20 pesos anuales, como gracias a Fox, a Calderón y
a Peña Nieto, sucede en más de la cuarta parte de un país cuyo
Presidente no sabe leer ni escribir y dijo que ya ha “suscribido”
acuerdos para privatizar los yacimientos petroleros que son propiedad de
la nación.
Moraleja Dos: mientras la
educación del pueblo esté a cargo de Televisa y el gobierno en manos de
analfabetas, no produciremos objetos electrónicos de 65 pulgadas que
valgan más que tres hectáreas de buena tierra, porque los que se robaron
el poder para chuparnos hasta la última gota de sangre, piensan que las
pulgadas son las pulgas que se les suben a las hadas. @Desfiladero132