El autor de ‘Historia de la
Destrucción de Libros’ y ‘El saqueo cultural de América Latina’ hace una
reseña de la compleja relación entre Estados Unidos y la libertad de
información, hoy aniquilada por las doctrinas de seguridad nacional.
Fernando Báez además recuerda al héroe de esta historia, el joven
Bradley E. Manning, quien hoy está apresado por haber entregado para su
difusión los cables que revelan en parte la trama oculta del imperio
norteamericano. Hoy Báez prepara su próximo libro: ‘Las maravillas
perdidas del mundo’.
En la portada de la
revista Life del 29 de mayo de 1944, Nro. 97, aparece una imagen que
siempre me ha perturbado. Me refiero a esa escena frecuente en la
Segunda Guerra Mundial: dos oficiales, uno de ellos cabizbajo, acaso
sonriente, junto a un fajo de hojas en llamas y el otro, que confunde el
deber con el desinterés, echando un vistazo a un expediente. Ambos
calcinan información secreta en un pequeño horno y la leyenda de la
imagen establece de forma expresiva: “Oficiales de la Sección de
Inteligencia que vigilan la inteligencia del enemigo queman papeles
confidenciales”.
Hablo de 1944, un año de acciones
terribles que probablemente obligaron a borrar los datos de operaciones
crueles contra los nazis; lo increíble es que han pasado casi siete
décadas y los gobiernos de EEUU siguen en guerra y ocultando datos, sin
que importe el Acta de Libertad de la información, que es de 1966, ni la
Freedom of Information Clearing House, organismo que protege a los
ciudadanos que indaguen información pública denegada. Lugares como la
prisión de Guantánamo son bóvedas de verdades ocultas, aunque los
ciudadanos entusiastas y activos confían en que el fenómeno de Wikileaks
retome sus antecedentes y tumbe las aspiraciones de los manipuladores
del mundo.
El primer golpe duro contra los agentes
de la desinformación ocurrió en 1971, cuando el periodista Neil Sheeban
del New York Times tuvo acceso a 7.000 páginas clasificadas como
secreto de estado máximo sobre la guerra de Vietnam y comenzó una
sucesión de reportajes sobre los costos de una tragedia nacional, lo que
provocó renuncias y reacciones violentas sobre los Papeles del
Pentágono y, pese a la oposición política, el Tribunal Supremo sentenció
que la seguridad nacional no estaba por encima del derecho a la
información en todas las ocasiones, porque podía ser una excusa más que
una realidad.
En ese momento, el autor intelectual de
la filtración de documentos fue el analista militar Daniel Ellsberg, que
destruyó su carrera por un asunto de conciencia al entregar el informe Relaciones Estados Unidos-Vietnam, 1945-1967: Un estudio preparado por el Departamento de Defensa a 18 diarios, entre los que estaba el poderoso The Washington Post.
El oficial, que laboraba en la Rand Corporation fue espiado, difamado e
incluso le inventaron cargos de espionaje para los soviéticos e incluso
una mujer advirtió que él la había violado. Un consumado asesino impune
como Henry Kissinger, advirtió que Ellsberg era “el hombre más
peligroso de Estados Unidos y debe ser detenido a cualquier costo”. El
mundo era entonces tan absurdo como el actual y Kisinger, en lugar de
pagar sus delitos, fue premiado con el Nóbel de la Paz.
El segundo caso fue el Watergate, que
expuso las mentiras del Presidente Richard Nixon y lo obligó a su salida
el día 8 de agosto de 1974: la historia puede leerse en Todos los hombres del Presidente,
un memorable recuento de Bob Woodward y Carl Bernstein donde una fuente
identificada como Garganta Profunda y que hoy sabemos que se llamaba W.
Mark Felt, director adjunto del FBI, expuso la verdad sobre las
escuchas ilegales y pagos de soborno del equipo más cercano al primer
mandatario. Cómo pudo mantenerse al margen de la polémica, es difícil de
imaginar salvo por el excelente trabajo de los reporteros.
251.287 CABLES
En los recientes años se ha formado un
nuevo alboroto conocido el tema de Wikileaks, cuyo liderazgo lo tiene el
misterioso y polémico australiano Julian Assange, hoy peleado con sus
antiguos compañeros de ruta. La hiperinflación de archivos que ha
acelerado la era digital puede explicar que hayan sido difundidos
251.287 cables entre noviembre y diciembre de 2010, unos menos
importantes que otros, pero fundamentales para conocer la actividad de
274 embajadas de EEUU en el mundo.
Algunos documentos son tediosos,
archisabidos; apenas 15.000 documentos tienen relevancia y es
justificable que las cadenas de medios globales se interesaran
repentinamente por divulgar su contenido en medio de una crisis como la
fracasada ocupación de Iraq, el desastre de Afganistán y la hecatombe
económica que tiene en su contra el Presidente Barak Hussein Obama, de
origen tan hawaiano como el propio vocablo Wiki.
En general, la publicación de la
organización Wikileaks apareció y ha seguido apareciendo, no sin
conflictos crecientes, en prestigiosos medios internacionales como El
País, Le Monde, Der Spiegel, The Guardian y The New York Times. Entre la
difusión de material más controversial acaso está un vídeo del 12 de
julio de 2007 donde se logra distinguir cómo las tropas de EEUU
asesinaron con desprecio al reportero de Reuters Namir Noor-Eldeen, y
para no dejar testigos mataron a otras diez personas. Una conspiración
de silencio que también ha acompañado el crimen del periodista José
Couso, sentenciado a ser un símbolo sin significado por las
corporaciones de medios.
“Assange es un terrorista de alta
tecnología”, ha señalado el oscuro vicepresidente Joseph Biden, un
burócrata al servicio de clubes y asociaciones favorables a las
industrias militares. El bloqueo a WikiLeaks, por supuesto, ha pasado
por una cibercensura violenta: La bondadosa Biblioteca del Congreso, un
bastión conservador en manos de James Billington –experto de la era
Reagan que todavía está vigente– niega a cualquier usuario acceso a los
cables y este incidente ha causado problemas porque la consulta de base
de datos del propio Congreso no ha podido ejecutarse.
El escepticismo y la sorpresa no deben
impedir que el lector tenga presente que dentro de EEUU hay un pequeño
grupo de poder cuyos privilegios son intocables como en cualquier otro
lugar del mundo, sea China, Rusia o Suiza. No hay medio de comunicación,
no hay institución o espacio que no estén bajo su control sobre todo a
partir del fortalecimiento de los grupos post-guerra fría y el colapso
posterior de la Unión Soviética. El Pentágono posee una Unidad para la
ciberguerra capaz de asediar y detener información sobre datos de
seguridad nacional, pero extrañamente no pudo impedir el flujo de datos
de Wikileaks.
EL SOLDADO BRADLEY E. MANNING
No tiene sentido perder de vista dónde
comienza esta historia. La fuente principal de la filtración fue Bradley
E. Manning, un joven defensor de los derechos homosexuales nacido en
1987, criado en Oklahoma, la ciudad donde el veterano Timothy McVeigh
causó el mayor atentado terrorista en 1995. De Manning, entrenado en
Fort Huachuca, un centro militar de Arizona, sabemos que tenía acceso a
la red secreta de documentos, y que estaba especializado en determinar
las vulnerabilidades del adversario, analizar y preparar emboscadas. En
Iraq, estuvo en Contingency Operating Station Hammer, donde además del
amor por el golf de sus oficiales se conocen las operaciones de guerra
sucia que han llevado a cabo.
Un buen día, el enojo reprimido o la
sensación de poder que da la información, o ambas cosas, llevaron a que
Manning preparara un CD al que puso en su etiqueta el nombre de la
extravagante cantante Lady Gaga y descargó los datos que tenía a la
mano, la punta de iceberg que podría ser la Antártida de los secretos.
Posteriormente, contactó a la organización Wikileaks y su acción le
costó cárcel, aislamiento y tortura, sin contar el misterioso manto de
negligencia desagradecida que ha cubierto sus acciones en una era de
banalidad y farándula adictiva.
Todo iba en camino de pasar a ser una
noticia sin público entre 2010 y 2012 hasta que Ecuador concedió el
asilo diplomático a Julian Assange en su Embajada en Reino Unido y
pronto se supo que la policía ya contaba con un Plan para violar
cualquier acuerdo internacional y extraditar a Assange a Suecia, donde
unas mujeres lo acusan de hacer el amor sin preservativos, lo que es una
excusa perfecta para que Suecia pueda cumplir con su pacto ignorado de
entregar al periodista a EEUU, donde sería arrestado y eventualmente
desaparecería en pocos años cuando los ciudadanos estuviesen distraídos
por algún episodio de una de sus series de televisión favoritas sobre la
fama, la supervivencia, o el humor inocuo.
Así funciona el mundo de hoy, igual o
peor desde ese instante en que la seguridad nacional sirvió para
aniquilar los derechos humanos. En la versión de El Gatopardo 2.0 todo
ha sido clonado para preservar la esencia de las mentiras: Guantánamo
sigue, Iraq está al borde de en guerra civil, Al Qaeda se fortalece en
el África subsahariana, Bin Laden fue asesinado y arrojado al mar y esa
versión debe aceptarse como única sin evidencia, Afganistán es un
desastre, los banqueros corruptos de Wall Street que han creado una
crisis mundial están más protegidos que nunca, y para mantener
tranquilos a los medios que se quejan por sus muertos –nunca por los de
los otros—se han desarrollado unos vehículos aéreos no tripulados (los
drones) que aniquilan silenciosamente a centenares de personas en
Paquistán y Yemen –muchos inocentes.
De no ser por Wikileaks, y el camino que
ha abierto, las falsedades tendrían coartadas perfectas y por eso es
que millones hemos decidido apoyar la labor de Assange y la de quienes
como él nos ayuden a desenmascarar a los responsables de la crisis
global que padecemos en estos inicios del siglo XXI. Pase lo que pase
con nosotros, cárcel o desaparición, nuestros hijos merecen un mundo
mejor, más transparente.
Fernando Báez
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