Valga como buen ejemplo de la fuerza que irradiaba, recordar la modestia, que
no inseguridad o pena, con que pedía permiso para decir su palabra. Ajeno a la
estridencia, a la retórica, al protagonismo, Juan
Chávez Alonso fue, paradójicamente, un protagonista
central de una gran empresa colectiva: la presente lucha de liberación nacional
de los pueblos indígenas de México. Desde su Nurío en la Meseta Purhépecha,
desde la casa campesina donde siempre trabajó, hasta el momento preciso de su
muerte, supo comprender y representar lo que significan la autonomía, la
resistencia y la pluralidad de las identidades profundas que convergen en lo
que es todavía una Nación: la nuestra. A partir del levantamiento armado en
Chiapas en 1994 se asumió zapatista, al igual que tantos en las comunidades. En
realidad, don Juan ya lo era. Y de los buenos. Por eso se entendió tan así con
la tierra. Pulsaba su guitarra y cantaba sentado en los costales de maíz que
había cosechado.
Pensaba
el país en voz alta sobre una silla que él mismo había serruchado y ensamblado
bajo el techo que periódicamente debía reparar para bien cubrir a su familia,
sus animalitos, sus muy rurales y escuetas pertenencias. Era uno con la tierra.
De ese calibre su sabiduría. Comprometido a fondo con el Congreso Nacional
Indígena que ayudó a fundar en 1996, visitó los lugares del país que fue
necesario, y conoció la mayor parte de los pueblos originarios: de Chiapas a
Sonora, de Jalisco a Veracruz, en los extremos y todo el centro. No fue líder
sino voz, y cuando llevaba el encargo, servía de portavoz. Doce años de
gobiernos neocardenistas en Michoacán no lograron mellar su independencia ni su
credibilidad. Que nos veamos hoy tristemente obligados a hablar de él nos
arroja a la alarmante situación de los pueblos y la patética, por decir lo
menos, actuación del gobierno mexicano respecto a los indígenas, que guste o no
a la clase política, suman la quinta parte de la población, con una mucho mayor
irradiación en lo cultural, lo alimentario y la ética comunal de México.
El señor Alejandro Poiré, secretario de Gobernación, debía ser procesado por
pretender tomar el pelo a los mexicanos anunciando la “suspensión” del
holocausto minero en Wirikuta. Para calmar las protestas, debió creer. Montó su
numerito con los paleros que se prestaron (wixaritari y mestizos, partidos y
medios). Y los inversionistas canadienses muertos de la risa. Mentir
abiertamente en horario triple A ¿no se constituye en delito? Sobre todo si el
“responsable” de la política interna busca encubrir un saqueo escandaloso,
aunque digan que legal. Una ola de crímenes azota las tierras michoacanas de
don Juan. Los purhépechas de Cherán y los nahuas de Ostula resisten con sus
valientes autonomías en la línea de fuego del crimen organizado bajo tácita
complicidad federal y estatal. Mientras, en el Valle del Yaqui, la
administración panista de Felipe Calderón intenta culminar el despojo ilegal
—¿haiga sido como haiga sido?— de las aguas del río de los yaqui para
satisfacer a sus clientes, los ladrones globales del agua. Y la guerra en
Chiapas contra los indígenas rebeldes no cesa ni descansa, un día tras otro.
Estando la cosa tan cañona, echaremos muy en falta las enseñanzas de don Juan
Hojarasca de la Jornada
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