sábado, 14 de mayo de 2011

En estos momentos oscuros

Proporción y revolución

ojarasca en la jornada

Javier Sicilia

Este texto, de acuciante actualidad, se presentó en el Seminario Internacional de Reflexión y Análisis (diciembre de 2009-enero de 2010) en torno al libro colectivo El planeta Tierra. Movimientos antisistémicos, resultado del Coloquio en Memoria de Andrés Aubry (2008); ambos eventos, de inspiración zapatista, se efectuaron en la Universidad de la Tierra, Cideci (San Cristóbal de las Casas, Chiapas).

En estos momentos oscuros, nos hemos vuelto a reunir para seguir pensando en lo que se discutió en 2008, rememorando al gran Andrés Aubry: el planeta Tierra y los movimientos antisistémicos. Las conclusiones resultaron más que certeras, en medio de la crisis que pensadores como Iván Illich, Jacques Ellul, Günther Anders y Hannah Arendt habían anunciado cincuenta años atrás con deslumbrante precisión. Las soluciones, sin embargo, permanecen difusas.

No es extraño. Vivimos un parteaguas histórico que, semejante al del siglo XII que inauguró para el mundo la era instrumental que nos acompañó hasta mediados del siglo XX, llegó a su límite para dar paso a una era inédita, la de los sistemas, que nos obliga a pensarla y a pensarnos frente a su nueva y descomunal destructividad. Por otro lado, nos encontramos en un punto en que se ha vuelto inviable la idea misma de revolución, como la concebimos desde que Gregorio vii, también en el siglo XII, llevó a cabo la primera reforma total del mundo.

Pueden esgrimirse tres razones. Primero, el fracaso de las ideologías históricas (en las que incluyo al liberalismo que nos asuela) ha hecho perder cualquier credibilidad en un cambio violento que mejore la suerte de los marginados.

Segundo, la toma del poder mediante la violencia es, como señalaba Albert Camus en 1948, “una idea romántica” que la sofisticación del armamento de los ejércitos ha vuelto ilusoria.

Tercero, suponiendo que pudieran repetirse 1810, 1910, 1956 en Cuba o, para referirnos a las revoluciones cuyas ambiciones eran universales, 1789 y 1917, no tendrían eficacia a no ser que Estados Unidos pudiera ponerse entre paréntesis y aislarse del mundo.

Sin embargo, las crisis que vivimos —graves turbulencias económicas, guerra entre el gobierno y el crimen organizado, inoperancia de los partidos y las instituciones del Estado, movilizaciones sociales crecientes, aumento del despojo, la miseria, las fuerzas represivas y la criminalización de las protestas, destrucción cada vez más acendrada del campo y el ambiente, traiciones a las conquistas laborales que nacieron de 1910—, nos colocan en estado de revolución, es decir, en la necesidad de un cambio profundo.

¿Qué hacer?

Esa pregunta que Lenin se formuló y respondió en 1902, vuelve a planteársenos con la misma perentoriedad de entonces, pero —he allí la condición inédita de nuestro tiempo— con la imposibilidad de responderla en los términos en que lo hizo el líder de la revolución bolchevique.

Pensando en la manera de enfrentar esta pregunta, encontré otra reflexión de Albert Camus, en su discurso de recepción del premio Nobel de literatura:

Cada generación se cree predestinada para rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero quizá su tarea es mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones decadentes, las técnicas que se han vuelto demenciales, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la que los poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer, en la que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse servidora del odio y de la opresión, esta generación ha tenido que restaurar en sí misma, a partir de sus únicas negaciones, un poco de lo que constituye la dignidad del vivir y del morir.

Esa afirmación es también la nuestra. De los mejores de la generación de Camus a los mejores de las generaciones jóvenes —pienso en el movimiento zapatista, los Sin Tierra de Brasil, las comunidades del Arca—, el sentido que ocupa nuestra mente y nuestro quehacer ya no es el sueño de abstracciones que en nombre del mañana (Cielo, Paraíso, Proletariado, Raza, Democracia, Libertad) pueden arrasar a hombres, mujeres, niños, culturas vivas y tierra. Se trata de conservar los mundos que otros prepararon para noso­tros, con el fin de que los que ahora están en él y los que vienen tengan un suelo, una memoria y una relación armoniosa con la tierra, las criaturas y sus prójimos.

Hay una diferencia entre Camus y nosotros. Él pertenecía a una generación de posguerra, cuando la técnica desarrollada por los nazis estuvo a punto de desintegrar el mundo. Creía que los países que lo habían vencido en nombre de la libertad podrían crear un pacto que permitiera una paz duradera; creía, en este sentido, en una revolución internacional y universal que lograra crear un Parlamento que, elegido democráticamente a través de elecciones mundiales, pusiera “la ley por encima de los gobernantes y de los gobiernos” y pudiera distribuir equitativamente “hombres, materias primas, mercados comerciales y riquezas espirituales”. Creía en la moral, en las instituciones políticas y las “utopías relativas.” Creía, como era el entusiasmo de la época, en el progreso ordenado por la moral y la recta razón.

Nosotros pertenecemos a generaciones que, después de la muerte de Camus, han visto el arrasamiento de la globalización, la decadencia de las instituciones, y el Mercado voraz. La continuación de los genocidios en nombre de la Demo­cracia o de Dios, la continuación de la eugenesis del doctor Menguele en la manipulación genética y la exploración del genoma, arropadas por la asepsia de los laboratorios modernos y bajo la supervisión de los expertos ojos de los bioquímicos. Hemos visto el arrasamiento de los bosques y del campesino, la destrucción de culturas, mujeres, hombres, niños y ambiente en nombre del capital y el desarrollo. El fin del aquí, el allá, el más allá y las relaciones interpersonales, es decir, somáticas, cara a cara, por el espacio cibernético; la invasión del espacio público por el privado a través de la telefonía celular, y del espacio privado por el público a través de la televisión. Hemos visto el sometimiento de nuestra autonomía, y de nuestra libertad en el común, por el enchufamiento a todo tipo de sistemas: educativo, médico, carretero, televisivo, hidráulico, funerario.

Camus no tuvo tiempo de ver lo que otros más jóvenes, como Illich o Ellul, pudieron ver en su vejez, y que los indios y los despojados de sus ancestrales modos de vida viven día con día: la destrucción del suelo, el desarraigo, el fin de un mundo en armonía con los sentidos, el fin del mundo de la proporción. Si el que vivió Camus era un mundo que, como atestiguó Paul Celan en su poema Fuga de la muerte, desaparecía en el aterrador humo de la técnica de los hornos crematorios, el nuestro, como atestiguó Iván Illich, es un mundo cuyo símbolo es el disco virtual de la computadora donde todo puede desaparecer como desaparezco una línea que me disgusta apoyando mi dedo sobre la tecla delete (suprimir).

La historia, aunque viene de lejos y puede rastrearse a través de la lenta corrupción de lo mejor que llegó al mundo en el pobre pesebre de Belén, la lenta corrupción de la caridad y su sorprendente gratuidad tiene, en el orden de nuestro mundo sistémico, una historia próxima.

En la larga entrevista que al final de su vida le hizo David Cayle,y (La era de los sistemas) Iván Illich señalaba que en la primera mitad del siglo XX, en 1936 para ser precisos, empezó la extinción de la era instrumental —que nació en el siglo xii con la conciencia de las herramientas y los grandes cambios técnicos que se sucedieron a partir de ella— y se abrió una era sistémica a partir del concepto de Alain Turing sobre la creación de un aparato de cálculo teórico, una “máquina universal”, “de estados discretos”, mejor conocida como “máquina de Turing” —origen de lo que llamamos “inteligencia artificial”.

Digamos, para distinguirlas y evitar caer en discursos extremadamente teóricos, que una herramienta, a diferencia de un sistema, es distinta a mí, puedo tomarla y dejarla, emplearla o no. Hay una distancia, una distalidad, una exterioridad y una libertad de uso. En cambio, en un sistema, cuya metáfora más completa es la computadora, me encuentro enchufado, soy parte de éste. Un automóvil —pensemos en ese “vocho” que la imbecilidad de Vicente Fox quería que cada mexicano poseyera, y no en uno de esos nuevos modelos climatizados y computarizados que fabrican las automotrices de todo el mundo— es todavía una herramienta, una herramienta compleja, sí, heterónoma, que preludia al sistema, pero aún herramienta. Si decido subirme debo utilizar una llave para encender el switch e incluso, en un momento determinado, emulando a Jean Robert, puedo mandarla a la chingada y ponerme a caminar. Sin embargo, una vez que lo puse en marcha y me enchufo a un conjunto de sistemas —carretero, de tránsito, jurídico—, soy una pija enchufada a un conjunto de extraños y complejos circuitos de los que no puedo prescindir si quiero usar esa herramienta.

Esto mismo puede aplicarse a la educación y a esos monstruos cibernéticos llamados Elba Esther y Lujambio, a la medicina, y al más terrible de todos, el sistema al que todos los otros están interconectados: la producción industrial, con su estructura técnica y sus herramientas y producciones complejas, el Mercado y el Estado.

De igual manera que interiorizamos con el transporte la necesidad de movernos en sus sistemas y trabamos nuestros pies para hacer la menor compra en un supermercado o, para decirlo con Illich, de igual manera interiorizamos “la necesidad de salud y cuidados afirmando el derecho al diagnóstico, los analgésicos y los cuidados preventivos”. De esa misma forma, bajo el imperio de la industrialización, el Mercado y su custodio el Estado, interiorizamos otra gama inmensa de derechos: el derecho a un trabajo bien remunerado, celulares, la computadora, la televisión, la democracia representativa; en fin, al dinero (el sistema fundamental que interconecta todos los sistemas bajo una de las formas más pueriles de la ética: el valor).

Desde que el capitalismo estableció el dinero como la medida suprema de una sociedad basada en la fabricación de valores, todo lo que entra en contacto con éste queda hechizado y subyugado por su poder. Desde ese momento es posible tasar cualquier cosa producida por las estructuras sociales como valor y bien, e interconectarlas. Ya se trate del empleo, la salud, el transporte, la escuela, un celular, una televisión, una homilía, una iglesia o el amor, el dinero se ha vuelto la categoría trascendental que interconecta todo. Ya no son Dios, que para Nicolás de Cusa era la coincidentia oppositorum, “la unidad de todos los contrarios”, ni las virtudes, ni los principios, los que fundan las relaciones humanas, sino el dinero, que garantiza la interconexión de la sociedad entera a través de las necesidades que nos imputa, convirtiendo todo en un “bien” que es tasado en su valor y puede incrementarse al infinito.

....

La crisis del sistema, como la de los imperios, es una crisis fatal cuya caída nadie podrá detener. Al pensar en el zapatismo me viene a la memoria un hecho histórico. Cuando en el siglo IV, Constantino I, tratando de salvar al imperio romano, mediante el Edicto de Milán dio rango imperial a la Iglesia e inició la corrupción del Evangelio, un grupo de hombres, llamados más tarde los “padres del desierto”, abandonaron las ciudades del imperio y se asentaron en los desiertos de Siria y Egipto. Estos hombres, con inmensa lucidez, debieron intuir no sólo que no podía existir un “Estado cristiano”, sino que la libertad que trajo el Evangelio era incompatible con un control desde arriba, ajeno a la vida comunitaria. Para ellos, la única sociedad cristiana era del orden de la proporción, un lugar donde los hombres fueran realmente iguales y donde la única autoridad por encima de Dios fuera la carismática autoridad de la sabiduría, de la experiencia y del amor encarnado en un común.

Cuando el imperio se desmoronó, estos marginales, asentados en las afueras de las ciudades, salvaron al mundo y crearon la vida de subsistencia de los feudos, antes que la rearticulación imperial de la Iglesia los corrompiera.

Algo de esto hay en el mundo zapatista. La conservación de una sabiduría ancestral y una orientación del hombre en un mundo limitado, el redescubrimiento de la proporción que, como decía Platón en el Timeo, “es la más bella de todas las ligas o relaciones entre dos elementos”. Mientras, en la civilización sistémica, la igualdad implica la idea del hombre universal como subsistema que consume bienes uniformes y globales (y que, como dice Roberto Ochoa, al contraponer “los intereses de todos”, mediante “la ambición de todos los bienes” crea un estado perpetuo de competitividad y guerra), bajo la proporción cada persona y cultura florecen a su manera, “recibiendo el abono de la proporcionalidad como nutrimento de belleza y bondad en las relaciones, la sabiduría del complemento, el equilibrio, la consonancia, la justicia y la [verdadera] paz”.

Esto es lo que el zapatismo nos ha enseñado. Lo que hay que sostener como una realidad revolucionaria nueva que, para volver a Camus, puede evitar que el mundo se deshaga y la habitación que nuestros ancestros prepararon para noso­tros se preserve para los que vienen.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés.

Javier Sicilia (ciudad de México, 1956) reunió su poesía en La presencia desierta. Ha escrito tres novelas, entre ellas la extraordinaria Viajeros en la noche. Dirige la revista Conspiratio.


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