El alfarero mexicano tiene una larga historia. Tres mil años
antes de Hernán Cortes, sus manos convertían la arcilla en vasija o figura
humana que el fuego endurecía contra el tiempo. Mucho después, explicaban los
aztecas que un buen alfarero da un ser al barro y hace vivir las cosas.
La remota tradición se multiplica cada día en botellones,
tinajas, vasija y sobre todo en jarros de Tonalá, peleones jarros de Metepec,
jarros barrigones y lustrosos de Oaxaca, humildes jarritos de Chililico,
rojizos jarros de Toluca, correosos de greda negra… El jarro de barro cocido
preside las fiestas y las cocinas y acompaña al preso y al mendigo. Recoge el
pulque, despreciado por la copa de cristal, y es prenda de amantes:
Cuando muera, de mi barro
Hágase comadre, un jarro.
Si de mi sed tiene sed, beba:
Si la boca se le pega,
Serán besos de su charro.
Eduardo Galeano,
Memorias de Fuego
En agradecimiento a la
Maestra que me obsequió este libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario