Conocí a Adolfo Sánchez Vázquez en el otoño de 1988, cuando estuve por primera vez en México, por una estancia de seis meses. Asistí a una clase suya en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y desde el primer día me asombró su personalidad y su pensamiento. Fue la primera vez que entré en contacto directo y prolongado con alguien que había luchado contra el fascismo europeo. En Alemania y Austria, donde había vivido anteriormente, no era posible. Casi todos habían sido asesinados por los nacionalsocialistas, y los que se salvaron de este “destino” por haber salido al exilio optaron, en general, por no volver a vivir en el país de sus perseguidores. El antifascismo de los años treinta y cuarenta en Europa era para mi generación –a pesar de los pocos años que habían pasado desde entonces– un asunto “histórico”. Estábamos acostumbrados, al ver a alguien mayor de sesenta años de edad en el tranvía, en el autobús o en la calle, a preguntarnos en qué campo de exterminio o campo de concentración habría realizado sus “servicios” a favor del genocidio de los judíos y gitanos europeos, a favor de la Shoah, a favor de la persecución y el asesinato de gran parte de la oposición política en Alemania y Austria y los países ocupados hasta algunos años atrás. En el mejor de los casos, pensábamos que a lo mejor esa persona había sido “apolítica” en el nazismo, lo que por lo general era una falacia, ya que la pasividad en esa época era, con cierta necesidad, una complicidad más o menos implícita.
Al conocer a Sánchez Vázquez, al oírlo a lo largo de todo un semestre, al hablar con él en varias ocasiones fuera de las clases, me di cuenta –por primera vez en mi vida– que el antifascismo europeo era algo plenamente real, material y presente en un importante número de sus representantes hasta este día. Entendí también algo que en Alemania era simplemente inentendible, y lo es hasta el día de hoy: que los antifascistas que habían luchado en contra del franquismo español, del fascismo italiano, del nacionalsocialismo alemán y los otros fascismos de Europa, no eran todos hombres y mujeres con la mirada distorsionada, con los ojos llenos de intranquilidad y con un alto grado de marginación política hasta este momento. Así lo había vivido al conocer superficialmente a algunos de los combatientes antifascistas en Alemania, que habían sido hasta su muerte, en los años ochenta y noventa, excluidos socialmente, marginados políticamente y vetados intelectualmente. Los únicos antifascistas conocidos en Alemania que habían regresado con la cabeza en alto, y de los cuales tuve conocimiento, eran Max Horkheimer y el Theodor W. Adorno de la Teoría crítica. Sin embargo, los dos habían fallecido antes de que los pudiera conocer en persona y, además, no habían sido parte de una organizada lucha armada antifascista – ésta, dentro de Alemania, simplemente nunca existió. (No existió en gran parte por la prohibición expresa del Comité Central del Partido Comunista Alemán emitida hacia sus miembros de tomar las armas en contra de los nazis, y decisiones parecidas dentro de la, para la resistencia, poco preparada socialdemocracia.)
En relación con su pensamiento, me asombró cada vez más, al acercarme a sus reflexiones a lo largo del semestre y al comenzar con las primeras lecturas de algunas de sus obras; su manera de entender la teoría de Marx y el papel práctico-social de la filosofía en general. Cuando, en una ocasión, le pregunté qué opinaba del marxismo en América Latina, me contestó –él, el maestro, a mí, el estudiante, que esto era ante todo una cuestión de la praxis política. Para mí era una verdadera revelación que un profesor universitario de filosofía fuera capaz de decir algo así a un estudiante universitario de izquierda. En Frankfurt había experimentado una y otra vez lo contrario, y constantemente tuve que escuchar en el contexto académico– filosófico que las cuestiones político-sociales no sólo no tenían cabida dentro del debate filosófico, sino que incluso el intento de darles cierto lugar era un abierto boicot, un bloqueo agresivo, un ataque malintencionado en contra de cualquier trabajo conceptual, incluyendo aquel que se refiera a la obra de Karl Marx (quien de por sí estaba prácticamente ausente en las aulas filosóficas de Frankfurt de los años ochenta y noventa).
Cuando, al comenzar mis estudios universitarios en esta ciudad, en una clase de Introducción a la Filosofía pregunté al entonces todavía estimado Jürgen Habermas sobre las razones de la validez de la regla lógica del tercero excluido, él –al no entender mi insistencia por querer que me lo explicara hasta las últimas consecuencias conceptuales, él filósofo de la actual Alemania (como pensé en aquel entonces)– brincó en cierto momento de su silla y me acusó, con la cara enrojecida de enojo, que no se había dado cuenta de inmediato de que mi interés era político; esto era lo peor que podía decir a un alumno en una clase de filosofía.
Conocer a Adolfo Sánchez Vázquez en la UNAM fue realmente entrar en un mundo completamente desconocido para mí, por lo menos en términos de una experiencia propia. Había escuchado en Frankfurt relatos de tiempos o lugares lejanos en donde algo así, al parecer, había existido o existe incluso todavía, pero nunca supe con seguridad si debería creerle a esos cuentos que sonaban demasiado bellos para ser verdad. Sabía que se decía que, años antes, en las mismas aulas que frecuentábamos, habían hablado Horkheimer y Adorno frente a cientos de estudiantes de todas las facultades de la universidad sobre los conceptos filosóficos más complejos, sobre el nazismo, sobre la educación después de Auschwitz, e incluso sobre la posibilidad de la emancipación humana, pero eran relatos que nos parecían más mitos que recuerdos reales. Estábamos tan lejos de todo ello, en las clases de Habermas y sus seguidores que empezaban en ese entonces a tomar el control del Instituto de Filosofía de Frankfurt, mismo que hoy en día tienen casi por completo.
Foto: Cristina Rodríguez/ archivo La Jornada |
Fue años más tarde que empecé a ver las cosas de otra manera y logré convencer a Alfred Schmidt de retomar sus clases sobre la obra de Marx, que había dejado de dar después de experiencias no del todo agradables en los años setenta. Lo que me había cambiado de manera decisiva fue, primero, mis viajes a la ciudad de París en 1986, junto con un amigo, como representantes de los estudiantes de izquierda de Frankfurt para establecer contacto con los estudiantes universitarios franceses que estaban realizando una prolongada huelga nacional, con los cuales me radicalicé políticamente; segundo, mis viajes a Polonia, que incluían varias visitas a los ex campos de concentración y de exterminio, como Auschwitz, Treblinka, Sobibor y Majdanek, en los cuales empecé a comprender la magnitud de los hasta hoy indescriptibles crímenes cometidos desde mi tierra natal; y, finalmente, mi primer viaje a México, en el cual conocí a Adolfo Sánchez Vázquez y entendí que no todo estaba perdido.
Al asistir a sus clases, al leer sus textos, empecé a entender que todavía existe algo como posibilidad para retomar la reflexión crítica, aun dentro de las aulas filosóficas y universitarias. Sólo esta experiencia y la experiencia mexicana en general me dieron el impulso, la decisión y la fuerza argumental de seguir con el camino comenzado en Frankfurt y que vi cada vez más obstruido y fastidioso en esa universidad. En la ciudad que vio crecer el maravilloso y único proyecto del Instituto de Investigación Social, en el cual se sembraron las bases de la Teoría crítica, ya no había condiciones, al final de los años ochenta del siglo XX, para seguir adelante con esa actitud, esa seriedad y ese impulso antifascista y a la vez anticapitalista.
Por suerte “descubrí” y me acerqué a Alfred Schmidt, quien injustificadamente estaba a la sombra del mucho más citado Habermas. Él confió en mi palabra, en los primeros avances que le presenté y en la idea que obtuvo al revisar algunos libros de Adolfo Sánchez Vázquez que había traído desde México e hicieron posible que empezara a adentrarme, cada vez más, en su pensamiento –y posteriormente también en el de Bolívar Echeverría– sin renunciar de golpe a mi historia, mis vínculos y mi inclusión en la universidad alemana. A partir de ese momento desarrollé mi propio pensamiento filosófico en el “triangulo intelectual” formado por los tres filósofos entonces vivos más importantes para mi formación conceptual: Adolfo Sánchez Vázquez, Alfred Schmidt y Bolívar Echeverría, en el contexto de varios filósofos fallecidos anteriormente, como Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, Franz Neumann, Georg Lukács, Karel Kosík, Karl Marx y G. W. F. Hegel. De los tres filósofos entonces vivos queda hoy uno solo, Alfred Schmidt.
desde el primer momento en que conocí a Adolfo Sánchez Vázquez en la Facultad de Filosofía y Letras me fascinó –y me sigue fascinando hasta hoy– su entrega absoluta a la lucha antifascista, la que el autor de la Filosofía de la praxis, al igual que muchos de sus contemporáneos –incluyendo los de la Teoría crítica–, consideró sólo pensable y realizable como lucha anticapitalista. Desde sus días de juventud en Málaga y Madrid, Sánchez Vázquez sabía de la dialéctica política y filosófica, entre la necesidad de aliarse con los sectores antifascistas-democráticos de la burguesía (y su filosofía idealista-humanista) y la coexistente necesidad de criticar radicalmente su política y teoría sumamente ingenua hacia el carácter necesariamente destructivo (y autodestructivo) de la forma de reproducción capitalista. Sus mayores aportaciones filosóficas –como la brillante reconstrucción conceptual de la dialéctica entre idealismo y materialismo, en la obra de Marx en general y las Tesis sobre Feuerbach en particular, en su mencionada obra magna–, así como sus decisiones políticas –como su apoyo inmediato al EZLN y su creciente resistencia a ser instrumentalizado como emérito en la época de la huelga del CGH– se pueden entender a partir de esta dialéctica pensada y vivida.
El filósofo, poeta, luchador antifascista, quien llevó comida en la Guerra civil española al marginado y perseguido Antonio Machado, siempre buscó no alejarse de la realidad social en sus aportaciones filosóficas y tampoco encerrarse en un círculo de pensadores y actores que indudablemente compartían todas sus posturas. Esto se reflejaba en la manera como organizaba sus clases, en cómo reaccionaba a críticas y también en cómo formaba las mesas de presentación de sus libros. Incluía en ellas a personajes públicamente reconocidos, de los cuales sabía que podrían estar en abierto desacuerdo con algunas de sus posturas sobre cuestiones actuales y en desacuerdo general con su filosofía marxista y su pensamiento político anticapitalista. Hace casi cuatro años, el 25 de octubre 2007, se presentó su libro Ética y política (FCE/UNAM, 2007) en la librería Octavio Paz del FCE. Uno de los presentadores propuestos por Sánchez Vázquez, el primer presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), comentó en esa ocasión lo siguiente: “Por cierto, es siguiendo la lógica del propio maestro Sánchez Vázquez que no acabo de comprender su condescendencia con el EZLN.” (Grabación audio, Woldenberg, min. 9:30). José Woldenberg sigue: “Precisamente porque en nuestro país las vías de la política pública y pacífica no se encuentran ... cerradas ... [es] absolutamente injustificable ... la opción de la vía armada.” (Min. 9:42.)
En este distanciamiento Woldenberg capta, tal vez sin querer, más del pensamiento de Adolfo Sánchez Vázquez que muchos de los que, desde su muerte, están homenajeando públicamente su vida y obra: el exiliado español, miembro del Partido Comunista Español, director –a sus veintidós años– del diario Ahora de la Juventud Socialista Unificada con medio millón de miembros; combatiente antifranquista y redactor en jefe de la revista Acero del v Cuerpo de Ejército de Enrique Líster, crítico feroz del intento de Octavio Paz de enterrar para siempre cualquier proyecto anticapitalista al desaparecer la Unión Soviética, ha sido y sigue siendo –en su herencia y presencia filosófica y política– ante todo un pensador y activista del proceso de transformación radical y estructural hacia un mundo sin explotación y sin represión. Toda afirmación que trata de excluir o minimizar este carácter revolucionario de Adolfo Sánchez Vázquez y su pensamiento, desde el inicio de la Guerra civil española hasta su muerte, se aleja de la verdad histórica y constituye al mismo tiempo una falacia filosófica.
adolfo sánchez vázquez conoció la muerte muy de cerca. Su experiencia en la Guerra civil, su encuentro “con el héroe en la vida” le hizo ver todo de otra manera. Aquello que siempre percibí en su mirada, su tono de voz, su pensar y su andar, sin lugar a dudas venía de ahí. Sánchez Vázquez no estaba jugando. Sabía de qué estaba hablando cuando hablaba de la violencia por la que la clase en el poder puede optar para mantenerse en él. En uno de los primeros textos que publica en México, en la revista Romance, a los pocos meses de haber llegado del infierno en el cual los franquistas españoles, con la ayuda de los nacionalsocialistas alemanes y los fascistas italianos habían convertido a su patria, escribe a la edad de veinticuatro años: “Alto, como una montaña gigante, los ojos limpios, las manos tiernas y transparentes, pero sus brazos vigorosos y su paso callado y firme. Mi primer encuentro con el héroe en la vida de pronto oscureció esta imagen. No era por fuera como yo soñaba, sino seco, esmirriado, inundados los ojos de fuego y una fiebre contenida en sus manos huesudas y siempre húmedas. Pero por dentro, más allá de su piel y de su andar callado, estaba su verdadera imagen, toda ella viva, noble y encendida.”
En este texto, titulado “La decadencia del héroe”, en el cual debate en su segunda parte con autores como Kafka y Sartre y su alejamiento de la idea del héroe, Sánchez Vázquez sigue describiendo su “primer encuentro con el héroe en la vida”: “Como un quiste clavado en su juventud inocente, tenía un oscuro presentimiento de la muerte. Abandonado y solo, luchaba contra la soledad. Porque la soledad, según él, entrañaba cobardía. Y de su soledad interior saltaba valientemente en busca de la alegría y la felicidad de todos.”
Foto: José Antonio López/ archivo La Jornada |
Esta felicidad de todos, viejo sueño de muchos artistas, revolucionarios y filósofos, heredado en una tradición humana de un número infinito de generaciones, traicionado cobardemente con la cómoda idea del fin de la historia, estaba y está presente en la vida y la obra entera de Adolfo Sánchez Vázquez. Su muerte el pasado día 8 de julio no podrá detener este proyecto que para él sólo era realizable dentro de una lucha por el comunismo y con el apoyo filosófico de una teoría basada en las reflexiones críticas de Karl Marx. Con la imagen de los asesinados por los franquistas y los antifascistas caídos en su lucha contra el peor movimiento político que ha visto la humanidad a lo largo de su historia hasta hoy, que intenta hoy en día resurgir de nueva cuenta en los nuevos racismos, el nuevo antisemitismo y el nuevo machismo, el joven exiliado sigue su reflexión sobre su“primer encuentro con el héroe en la vida”: “Su preocupación por la muerte nunca le hizo temerla. Su fe estaba en el presente, en esta lucha apasionada por la verdad y el claro destino del hombre. De esta lucha nada podría esperar él, indefenso como un tronco derribado. Y sin embargo luchaba. Era esto lo que transfiguraba, ante mis ojos, su apariencia gris y desmedrada para convertirle en un ser excepcional. Con la muerte cerca, viva, anudada en sus pulmones, se levantaba cada día. Pudo suicidarse. Hubiera sido el camino más fácil. Y no lo quiso. Consciente, deliberadamente esperó la muerte. Y cuando llegó la saludó fría, serena, estoicamente.”
Pero este estoicismo no es el del nihilista que nada espera de la historia humana y de nuestra capacidad de construir a pesar de todo una sociedad libre de represión y explotación. Tampoco es la seguridad ingenua del teólogo que proyecta nuestro deseo y nuestra capacidad de parar, interrumpir la catástrofe capitalista, al convertirlos en el hueco esperar por una supuesta felicidad en el más allá. Como sucede en toda su obra y vida posterior, el joven Adolfo Sánchez Vázquez se mantiene firme en el campo de tensión filosófica entre dos posiciones equivocadamente sencillas, cuando reflexiona, en 1940, sobre la muerte del héroe antifascista: “Su muerte, cuando llega, es una muerte esperanzada y desesperanzada a la vez. Nada espera de ella. Nada, porque su muerte, para él, no es paso transitorio hacia una felicidad futura, sin raíz alguna en la tierra, sino aportación última a una felicidad terrenal, a la que renuncia con su muerte, en bien de todos.”
Adolfo Sánchez Vázquez, no sufrió una muerte de héroe, de la cual estaba cerca en su tierra natal; entregó su vida entera –en la Guerra civil española, en setenta años de presencia en México, en su obra filosófica y con su ejemplo como maestro y pensador firme, nunca cerrado– en bien de todos.
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