Cuando
Flora Tristán viajó a Londres, quedó impresionada porque las madres inglesas
jamás acariciaban a sus hijos. Los niños ocupaban el último peldaño de la
escala social, por debajo de las mujeres.
Eran
tan dignos de confianza como una espada rota. Sin embargo, tres siglos antes
había sido inglés el primer europeo de alta jerarquía que había reivindicado a
los niños como personas dignas de respeto y disfrute. Tomás Moro los quería y
los defendía, jugaba con ellos cada vez que podía y con ellos compartía el
deseo de que la vida fuera un juego de nunca acabar.
Mucho
no perduró su ejemplo.
Durante
siglos, y hasta hace muy poco, fue legal el castigo de los niños en las
escuelas inglesas. Democráticamente, sin distinción de clases, la civilización
adulta tenía el derecho de corregir la barbarie infantil azotando a las niñas
con correas y golpeando a los niños con varas o cachiporras. Al servicio de la
moral
social,
estos instrumentos de disciplina corrigieron los vicios y las desviaciones
de
muchas generaciones de descarriados.
Recién
en el año 1986, las correas, las varas y las cachiporras fueron prohibidas en
las escuelas públicas inglesas. Después, también se prohibieron en las escuelas
privadas.
Para
evitar que los niños sean niños, los padres pueden castigarlos, siempre
que
los golpes se apliquen en medida razonable y sin dejar marcas.
…Susan Abdallah, palestina,
conoce la receta para fabricar un terrorista:
Despójelo de agua y de comida. Rodee su casa con
armas de guerra.
Atáquelo por todos los medios y a todas las horas,
especialmente en las noches.
Demuela su casa, arrase su tierra cultivada, mate a
sus queridos, especialmente a los niños, o déjelos mutilados.
Felicitaciones: ha creado usted un ejército de
hombres-bomba.
Eduardo Galeano, Espejos
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