Ernesto es un pepenador de Hikako o Cayo Caulker, un rectángulo arenoso y largo de apenas unos 7 kilómetros, que se encuentra a veinte minutos de navegación fuera de las costas de la ruidosa Belize City. Está cerca de la “isla bonita”, cantada por Madonna en los ochenta –la famosa San Pedro– que, a su vez, roza Punta Bacalar, una balsa de tierra proyectada en el mar frente a Chetumal. Más al norte florecen los paraísos ficticios, antes idilios verdaderos, exaltados por el turismo mundial y nacional: Cancún, Playa del Carmen, Tulum y Majahual con sus encantos de cenotes, vestigios arqueológicos, playas blancas y aguas cristalinas que bien conocemos.
En cambio, en el vecino Belice, Ernesto se dedica a recoger la basura con un carrito y una bicicleta sin frenos. Luego separa los desechos según las mejores prácticas internacionales, divide sin afán los rechazos del sistema con magia y ciencia de utilizador interesado. Las podridas tablas de madera de una (ex) choza, recuperadas de los escombros del último huracán, se juntan con el cuero viejo de un zapato de pescador, cansado y jubilado por la vida misma, ya que el Estado aquí no existe. Unas hojas de metal, cortantes y punzantes pero valoradas por el mercado local, unas lavadoras que ya no lavan, unos televisores que ya no emocionan y unos autos carcomidos son los objetos más solicitados por este genio del reciclaje.
Se acerca el invierno y el cayo beliceño bulle mucho más; vienen las hordas de americanos y europeos norteños, resfriados, en busca del calor caribeño y viajes “alternativos” durante la temporada de puro sol y farra. Cuando llega la estación de la lluvia, en cambio, la vida se da de baja un rato y las visitas se tornan más selectas. Slow down, dicen los carteles. Los visitantes son más bohemios, dejan su guía Lonely Planet en el hostal, desconectan del mundo su smartphone y abren los sentidos al reggae de la dinastía de los Marley, de Gregory Isaac y Barrington Levy. Entregan su alma a la mota omnipresente y todopoderosa. Atraídos por lo étnico (o lo que aparenta serlo), lo artesanal y la cultura de los afrodescendientes que se exponen en las calles polvorientas, los viajeros de mochilazo se dejan columpiar por las melancólicas baladas de música antillana y el dub en las calles. La referencia es Jamaica, tierra lejana en medio del Caribe, parecida por su gente y el inglés incomprensible, su humanidad robada de África y su pasado bajo la english majesty, justo como Belice, un país de apenas 300 mil habitantes, igual que Zacatecas.
Joven, pequeño y ex colonial
Ernesto, con su español heredado de su papá mexicano, dentro de su cabaña frágil en la entrada del basurero, sale de los estereotipos caribeños. Su esposa Mary, quien a veces trabaja en la limpieza en las oficinas públicas de la isla, habla sólo inglés criollo y comparte con él la morada. Hay columnas de humo, constantes, que se alzan de los cúmulos de bolsas y materiales en un espacio tan grande como una cancha de futbol, quemándose, oliendo a soledad. Ese es su jardín dorado, donde encuentran todo para su existencia. El pepenador me enseña el lugar, con su machete en unas manos más negras que las aguas del charco estancado que vislumbro hasta el fondo. “Este es un paraíso –dice Ernesto– ando buscando dos tubos metálicos para reparar mi bici, sin ella, pues es el infierno y no puedo chambear.” No pasan backpackers ni autóctonos en esta zona que es el templo del desecho isleño, encajado entre el aeropuerto local y una laguna de agua dulce. “Justo ayer, un caimán le arrancó una oreja a mi perra y los separé a garrotazos, ¿qué salvaje, no?” En la inmundicia, sobre un sillón que fue elegante, descansa Job Doyle, el joven ayudante de Ernesto, quien me ofrece compartir su joint. “Sabes, últimamente no hay mucho trabajo por aquí, ves, ni hay bicicleta para andar buscando cosas”, se justifica. La efigie de Isabel II del Reino Unido sonríe en todos los billetes; el diario nacional The Belize Times está en inglés, pero el español ya es el idioma más hablado en el país. Ernesto y Job están impacientes por saber viva voz lo que sucede en México, como cuando no había internet ni televisión y la información circulaba con los viajeros. Les cuento, pero Ernesto interviene: “Soy cien por ciento cabrón mexicano, aunque mi padre nos abandonó. También me iría; aquí la vida es cara, por suerte tenemos todo esto.”
Mercado en Belmopán, Belice |
Prácticamente los precios están casi como en la Riviera Maya. Para goce de los importadores, hace veinte años que el tipo de cambio está milagrosamente estable, sin embargo, la fuerza del belizean dollar ha ido dañando a los exportadores agrícolas y al sistema de precios. “Mejor el basurero, que la ciudad basurero. Belize City es la más peligrosa de América”, sigue Ernesto. La que fue capital del antiguo “Honduras británico” hasta 1961, cuando fue arrasada por el huracán Hattie, hoy en día es una urbe de 70 mil habitantes y sobrevive fuera del tiempo, sumergida en los efluvios de las coladeras que corren destapadas en las orillas de las avenidas y los polvos levantados de las calles no pavimentadas. Tal como se hizo en Brasil con la fundación de Brasilia en el centro del país, Belmopán fue edificada en el interior y poblada en la década de 1970 para reemplazar a la Ciudad de Belice y es una de las capitales más pequeñas del mundo, con sólo 6 mil habitantes. La idea es la misma, pero la escala y los resultados son diferentes: Belmopán es un poblado semivacío que funge nada más de hub para las rutas camioneras y de referente administrativo. Belice es el país más joven de América Latina y acaba de cumplir treinta años el pasado 21 de septiembre, pues en 1981 obtuvo su independencia formal del Reino Unido. “Bajo la sombra florezco”, es el lema que parecen gritar dos hombres, uno blanco y el otro negro, cobijados por una ceiba, árbol sagrado de los mayas, en el centro de la bandera nacional azul y roja.
Basurero en Belize City |
A lo largo de toda la Riviera Maya, y más en Belice, la explotación del trabajo y los salarios bajos, deprimidos por la abundancia de mano de obra, van acompañados de la creación de verdaderos enclaves turísticos en los que muchos mexicanos de Tabasco, Chiapas, Oaxaca, Puebla, el DF y Veracruz, junto con los centroamericanos que logran quedarse, van buscando su agosto. A veces se considera excelente sacar “unos mil pesos por semana, con turnos de diez horas diarias de lunes a sábado, o hasta los domingos”, comenta Juan, mesero y bartender en la zona hotelera de Cancún, donde el cover de un antro ordinario puede costar 700 pesos. “De todos modos, nos salvan las propinas; la alternativa es el doble turno, quince horas diarias, con eso sí la haces, pero no tienes vida personal”, añade Juan. El equilibrio demográfico de Quintana Roo se salió de las manos hace unos veinte años, cuando el auge de inmigración y nacimientos comenzó a reproducir los fenómenos de marginación típicos de las ciudades del centro del país. Así, Cancún alcanzó los 800 mil habitantes y, en escala menor, lo mismo pasó en Tulum y Playa del Carmen. La playa pasó de bien común a lujo privado, pues el acceso al mar es imposible prácticamente en toda la costera. El visitante extranjero se divierte y se relaja, aunque los más atentos perciben un halo de ficción plastificada en esa mexicanidad y ese folclore ofertados: dentro de las murallas del Grand Hotel y fuera de ellas, en los paquetes de los mega tours, hay escasa realidad y distracción absoluta.
La meta del migrante
Este paraíso, el sueño mexicano, es la meta para muchos migrantes que llegan de Belice, como Davi, una chica de veintisiete años, originaria de Guyana. Allá el inglés es idioma oficial, una ventaja para ella. Es una de las tantas expatriadas de los países (pobres) del Commonwealth, la comunidad política de las ex colonias británicas que literalmente significa “riqueza común”, pero ya no cumple mucho ese lema. Davi lleva años trabajando en la fronteriza Corozal que, junto al pueblo de Orange Walk, está entre los distritos más ricos por sus cultivos de caña de azúcar, cítricos y plátanos. La Zona Libre de Corozal, rodeada por casinos, representa, en cambio, otro polo de precariedad laboral. De noche la ciudad está a la merced de los vagos, de las trocas estruendosas, de la tristeza, de las ventanas cerradas, mientras que el malecón es territorio de la prostitución.
Islas Mangrove |
Las actividades económicas del agro están amenazadas constantemente por las inundaciones que, además, impiden la circulación de vehículos durante casi todo el día en muchas provincias. Un viaje en camión puede ser una verdadera odisea, pese a que las distancias son reducidas y la superficie del país es equivalente a la de Nayarit. Davi salió de Guyana tras el fallecimiento de su papá y la fuga de su hermana y su mamá a Nueva York. Ahora va a luchar para tener la ciudadanía beliceña y perseguir el sueño de vivir en México con la forma migratoria para trabajadores fronterizos temporales (fmtf) que le permitiría laborar en Quintana Roo, Campeche, Tabasco o Chiapas. “Más allá del sureste no se puede, pero ya es algo –exclama Davi– y después, quizás, un día vaya a Estados Unidos a ver a mi mamá con quien sigo en contacto.” Mientras, su vida corre entre las cajas de un supermercado en la periferia y los turnos de noche como recepcionista en hoteles de paso. Allí tiene posibilidad de hablar con los clientes y conocer a alguien que la ayude a conseguir un puesto en Chetumal o Tulum.
Tras un recorrido de seis horas en camión desde la capital, el amante de la costa ha de detenerse en la quieta aldea de Placencia. Es un pueblo con puras casas de madera y una bahía tranquila que vive del turismo. Hay rastas, mestizos, chapines, nicas, ingleses, mayas, mexicanos, blancos y negros, pobladores fijos y empleados estacionales que buscan y encuentran, venden y compran, noche y día, en los senderos que conducen de las accomodations a las playas y a los pequeños comercios: marihuana a cambio de una cena, dólares por pesos, dos cervezas por un poco de compañía, un tour mañana con reservación el día de hoy, propinas y prebendas a cambio de una indicación y un par de tips. La pobreza se respira y no todo el mundo logra su dinero cotidiano, así que en la noche también se regatean favores. Hay anuncios especiales, dicen three sisters for sale, “tres hermanas a la venta”, pero, en su mayoría, el turismo sexual es informal; nace de la costumbre, de la habilidad de los autóctonos más apuestos, de las parrandas para el ligue y del mito que los viajantes van difundiendo sobre ciertos lugares y sus bondades. En Placencia hay una minoría glamorosa de mujeres anglosajonas con acompañantes para el week end, quienes se hacen pagar en efectivo o en comidas. Lo mismo pasa en Cuba, Haití y la República Dominicana, frecuentadas por los turistas tradicionales pero también por hombres jóvenes y jubilados, muchos de ellos europeos, en busca de “aventuras”, con el bolsillo lleno y cierto nivel de frustración, mientras que en los territorios garífunas, afromestizos y caribeños de Costa Rica, Guatemala, Honduras y Belice van más mujeres. Amir, un nicaragüense de treinta y cuatro años, crecido en los reformatorios de Los Ángeles y emigrado a Belice, no le entra y prefiere despachar bolsitas de hierba que, como él dice, “se encuentra en algunas playas, hay que saber dónde. Los colombianos la tiran de sus buques, yo la recojo, no es mala esa mota”. Tras años de peregrinación, de Nicaragua a Estados Unidos, de Guatemala a México, finalmente Amir obtuvo los papeles para quedarse en Belice, el único pobre “paraíso” que lo quiso. Sus tatuajes en todo el cuerpo y sus dos cicatrices en la mejilla izquierda delatan un pasado de pandillero del que no se avergüenza, aunque ahora ya lo rechaza como opción de vida. Su inglés del gueto apenas le sirve para entender el idioma criollo en esta tierra de adopción, la identification card beliceña luce entre sus manos, pero Amir la sigue llamando carnet de identificación en la lengua de sus padres
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