lunes, 25 de noviembre de 2013

Cronología abreviada de la imposición y la entrega

Carlos Fazio /I
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El pasado 22 de noviembre, la 51 reunión interparlamentaria México-Estados Unidos concluyó con la difusión de un comunicado conjunto, en el que la delegación estadunidense manifestó su interés por una mayor interdependencia y seguridad energética de Norteamérica. En la reunión, Michael McCaul, presidente de la delegación visitante y del Comité de Seguridad Interior de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, elogió el paquete de contrarreformas neoliberales impulsado por Enrique Peña y el Pacto por México y, tras mencionar los acuerdos transfronterizos de hidrocarburos de su país con México, abogó por una profundización de la alianza energética entre ambos y Canadá.
En el marco de las privatizaciones en curso de Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en el Congreso mexicano, las aspiraciones de McCaul y los parlamentarios estadunidenses no fueron para nada inocentes. Abrevan en la histórica ambición anexionista y de clase que desde los tiempos del secretario de Estado William H. Seward, en la segunda mitad del siglo XIX, se expresó en un proyecto de control infraestructural y económico de dimensiones continentales que incluía la absorción de México y Canadá; proyecto revitalizado en documentos oficiales del gobierno de Franklyn Delano Roosevelt en 1941, cuando se diseñó la Doctrina de Áreas Ampliadas (Grand Area Doctrine), plan geopolítico de integración vertical imperial para la competencia comercial entre bloques, con eje en la noción de seguridad nacional estadunidense.
En su última fase, dicho proceso arranca a finales de los años 70 del siglo pasado, cuando el lobby petrolero texano logró colocar en la Oficina Oval a Ronald Reagan y George Bush padre. Veamos:
1973. El embargo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) a Estados Unidos, a raíz de su apoyo a Israel en la guerra de Yom Kippur, exhibió su vulnerabilidad energética y generó un trauma geoestratégico. Desde entonces, de cara a cualquier interrupción futura del flujo de hidrocarburos (petróleo y gas natural) del golfo Pérsico, Washington priorizó por razones de seguridad nacional sus políticas hacia fuentes amigables, estables y seguras como Inglaterra, Canadá, México y Venezuela.
1979. La vinculación entre la seguridad, la dependencia estratégica y las iniciativas para la inclusión de Canadá y México en esquemas de integración de América del Norte ingresa como tema central de la seguridad nacional de Estados Unidos. Para dejar de ser rehenes de la OPEP y de cara a la pugna interimperialista con los megabloques económicos de la Unión Europea y el Asia/Pacífico (Japón y los tigres asiáticos) que desafían la hegemonía de Estados Unidos, ese año, cuando el tema del petróleo y el gas era casi un tabú en las relaciones bilateral y regional, Ronald Reagan promueve en su campaña por la Casa Blanca la desvinculación del petróleo mexicano y el gas natural canadiense del mercado mundial y la regionalización de los recursos hidrocarburíficos de ambos países bajo la idea de un mercado común energético de América del Norte.
Años 80. En el caso de México, los mayores obstáculos para la conformación de un mercomún energético en el área espacial y territorial de Norteamérica eran el nacionalismo revolucionario, con su artículo 27 constitucional, y la noción misma de la soberanía nacional mexicana. Para librar esos escollos, Washington optó por instrumentos no militares (es decir, financieros y monetarios derivados de las líneas de condicionalidad del Banco Mundial, el FMI y el BID atadas a la deuda externa) y de inteligencia política (cooptación-corrupción de gobernantes, políticos y empresarios y las presiones derivadas de sus eventuales vínculos con el tráfico de drogas y otros ilícitos).
Históricamente, al aparato militar y diplomático estadunidense no le ha sido difícil detectar esas vulnerabilidades, porque, como dijo el ex secretario de Estado de Woodrow Wilson, Robert Lansing, dominar a México es extremadamente fácil porque basta con controlar a un solo hombre: el presidente. Labor que han venido desarrollando los emisarios de Washington desde el primer gobierno neoliberal de Miguel de la Madrid hasta el presente, con Enrique Peña, pasando por Carlos Salinas (líder de la facción santannista de lo que Manuel Buendía llamó neopolkos), Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón. En abono de lo anterior, y como señaló hace más de dos lustros John Saxe-Fernández en La compra-venta de México, desde 1982 se ha venido generalizando en México el quintacolumnismo, es decir, una quinta columna integrada por un grupo de poder local colaboracionista, antinacional y entreguista, afín a un anexionismo vertical, subordinado y dependiente de Estados Unidos.
1991. Durante el gobierno salinista, en el marco de la primera guerra del golfo Pérsico, Timothy O’Leary dio a conocer que en una reunión celebrada en Toronto, el 12 de junio de ese año, Los Pinos y la Casa Blanca pactaron que sin modificar la Constitución mexicana, el petróleo y las operaciones nacionales e internacionales de Pemex entraran en las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA, por sus siglas en inglés).
1994. Con la entrada en vigor del TLCAN, definido por el ex director de la CIA William Colby como un instrumento importante para desvanecer la soberanía mexicana y reorientar la función y la existencia misma de México como Estado nación, se profundizó el proceso de constitucionalización del neoliberalismo disciplinario. Esto es, el ajuste del aparato normativo mexicano con el fin de garantizar seguridad jurídica a los inversionistas privados extranjeros, con especial fruición, la desde entonces furtiva, larvada e ilegal contrarreforma a los artículos 27 y 28 de la Constitución en materia energética: electricidad, agua, petróleo, gas natural y otros minerales considerados críticos y estratégicos por el Pentágono.

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