Frente por la Libertad de Expresión y la Protesta Social*
La protesta social puede entenderse de
distintas maneras que encierran una misma lógica. Puede concebirse como
un derecho autónomo o como una de las variantes del ejercicio de otros
derechos, como libertades de expresión y de reunión. La manifestación es
un elemento indispensable de todas las sociedades democráticas. Es, al
mismo tiempo, un canal para expresar la disidencia, el desacuerdo y la
inconformidad de las personas y comunidades ante las acciones del
gobierno. Además, es un catalizador del debate abierto de los temas de
interés público, un mecanismo de participación política y un instrumento
de defensa y garantía de muchos otros derechos que son consustanciales
para la dignidad humana.
La protesta es un elemento integrador y esencial del orden democrático. Como núcleo esencial de la democracia opera como una garantía de derechos. Es un dispositivo de protección y autotutela, entendida como un mecanismo de acción en el que los titulares de un derecho emplean vías directas para su exigencia o defensa, sobre todo ante la ineficiencia de los mecanismos jurídicos existentes y la indiferencia gubernamental frente a un problema social.
El derecho a la protesta social integra y emplea los derechos constitucionales de reunión, manifestación de las ideas y libre expresión, asociación y petición, entre otros. De ahí su compleja naturaleza jurídica y su interacción: es un derecho compuesto por otros derechos que sirven de medio para proteger, exigir y hacer vigente algún otro derecho o derechos.
El pluralismo, la diversidad, la tolerancia, la participación, el respeto y reconocimiento del otro, la libre determinación o autonomía, entre otros, son principios que deben ser garantizados por el Estado. Todos ellos son transversales a la protesta social; es a partir de su respeto y robustecimiento que la protesta puede ser ejercida de manera plena y adecuada en términos democráticos.
La protesta es un elemento integrador y esencial del orden democrático. Como núcleo esencial de la democracia opera como una garantía de derechos. Es un dispositivo de protección y autotutela, entendida como un mecanismo de acción en el que los titulares de un derecho emplean vías directas para su exigencia o defensa, sobre todo ante la ineficiencia de los mecanismos jurídicos existentes y la indiferencia gubernamental frente a un problema social.
El derecho a la protesta social integra y emplea los derechos constitucionales de reunión, manifestación de las ideas y libre expresión, asociación y petición, entre otros. De ahí su compleja naturaleza jurídica y su interacción: es un derecho compuesto por otros derechos que sirven de medio para proteger, exigir y hacer vigente algún otro derecho o derechos.
El pluralismo, la diversidad, la tolerancia, la participación, el respeto y reconocimiento del otro, la libre determinación o autonomía, entre otros, son principios que deben ser garantizados por el Estado. Todos ellos son transversales a la protesta social; es a partir de su respeto y robustecimiento que la protesta puede ser ejercida de manera plena y adecuada en términos democráticos.
Voces disidentes
La protesta social se vincula históricamente con el fortalecimiento de la vida democrática en la medida que opera como un elemento que posibilita la deliberación, consenso y resolución sobre cuestiones de interés público. Es un fenómeno que dinamiza la acción colectiva y permite llevar al espacio público los requerimientos de sectores sociales desaventajados que sin este mecanismo no podrían ser atendidos y representados en los canales de diálogo institucionales.
Sin embargo, la protesta social no pasa por un buen momento en la actualidad. A través de distintos mecanismos, se han tomado acciones de diferente nivel para intentar limitar las voces disidentes y los espacios de protesta. Muchas de las democracias hoy en día no cuentan con mecanismos formales de participación y de respuesta a las demandas de distintos grupos que se consideran oprimidos o que no están de acuerdo con las políticas gubernamentales, y si existen, muchos de ellos son inoperantes ante ciertos grupos sociales. Además, se utilizan métodos tanto directos como indirectos de limitación ilegítima de la protesta social.
La criminalización de la protesta asume múltiples formas: la represión desproporcionada de los manifestantes –como los sucesos ocurridos el 1 de diciembre de 2012, día en que tomó posesión el presidente Enrique Peña Nieto–, la investigación y persecución penal del grupo social, con frecuencia dirigida hacia los líderes de los movimientos, así como la descalificación automática y desde una óptica delincuencial de las organizaciones que protestan –como en el caso del encarcelamiento de Nestora Salgado, líder comunitaria del estado de Guerrero.
Dicha criminalización también implica la creación de sanciones administrativas y delitos ad hoc que posibilitan la persecución penal de grupos y personas y de sus acciones. Asimismo, alcanza a integrantes de medios de comunicación, quienes son agredidos, en promedio, cada 26.5 horas, según datos de la organización Artículo 19 México.
De manera directa, la protesta social puede verse limitada ilegítimamente, criminalizada, a través de disposiciones normativas que expresamente intentan regular la manifestación pacífica e imponer medidas de restricción a los derechos que la integran, y que, por tanto, son incompatibles con los estándares internacionales de derechos humanos. En estos casos de limitación expresa y directa, es común encontrarse con propuestas legislativas que intenten regular el uso del espacio público a partir de medidas de restricción a la manifestación en cuanto a vías principales, horarios, permisos, etc. También suelen imponerse sanciones administrativas, civiles o incluso penales frente al incumplimiento de medidas que son desproporcionales, como la exigencia de un aviso o permiso previo y otras parecidas que dan paso a una burocratización del ejercicio de derechos.
Si la protesta social se abordara como una cuestión de vigencia de derechos, el Estado buscaría su mayor nivel de realización, particularmente de los grupos que ven negados los derechos más elementales, y en consecuencia optaría por mecanismos más democráticos e incluyentes en la toma de decisiones que puedan afectar a un grupo social, o bien, que son temas de interés público. Sin embargo, cuando la protesta se considera un problema que debe ser resuelto por el derecho penal se parte de una visión contraria: se asume como necesaria la violencia institucional y la persecución de grupos que el Estado considera trasgresores de la ley y peligrosos para estabilidad nacional. Es en este contexto donde la idea de la criminalización tiene lugar, al dotar de un carácter delictivo a conductas que nada tienen que ver con el derecho penal y que son típicas del ejercicio de derechos asociados al de protesta.
La criminalización de la protesta no es expresión del estado de derecho, detrás de ella hay una racionalidad política que no acaba por atender el problema detrás de los disensos públicos y, por el contrario, lleva los conflictos de la esfera política al campo judicial; así se configura lo que se ha llamado la judicialización de los conflictos sociales.
La protesta social se vincula históricamente con el fortalecimiento de la vida democrática en la medida que opera como un elemento que posibilita la deliberación, consenso y resolución sobre cuestiones de interés público. Es un fenómeno que dinamiza la acción colectiva y permite llevar al espacio público los requerimientos de sectores sociales desaventajados que sin este mecanismo no podrían ser atendidos y representados en los canales de diálogo institucionales.
Sin embargo, la protesta social no pasa por un buen momento en la actualidad. A través de distintos mecanismos, se han tomado acciones de diferente nivel para intentar limitar las voces disidentes y los espacios de protesta. Muchas de las democracias hoy en día no cuentan con mecanismos formales de participación y de respuesta a las demandas de distintos grupos que se consideran oprimidos o que no están de acuerdo con las políticas gubernamentales, y si existen, muchos de ellos son inoperantes ante ciertos grupos sociales. Además, se utilizan métodos tanto directos como indirectos de limitación ilegítima de la protesta social.
La criminalización de la protesta asume múltiples formas: la represión desproporcionada de los manifestantes –como los sucesos ocurridos el 1 de diciembre de 2012, día en que tomó posesión el presidente Enrique Peña Nieto–, la investigación y persecución penal del grupo social, con frecuencia dirigida hacia los líderes de los movimientos, así como la descalificación automática y desde una óptica delincuencial de las organizaciones que protestan –como en el caso del encarcelamiento de Nestora Salgado, líder comunitaria del estado de Guerrero.
Dicha criminalización también implica la creación de sanciones administrativas y delitos ad hoc que posibilitan la persecución penal de grupos y personas y de sus acciones. Asimismo, alcanza a integrantes de medios de comunicación, quienes son agredidos, en promedio, cada 26.5 horas, según datos de la organización Artículo 19 México.
De manera directa, la protesta social puede verse limitada ilegítimamente, criminalizada, a través de disposiciones normativas que expresamente intentan regular la manifestación pacífica e imponer medidas de restricción a los derechos que la integran, y que, por tanto, son incompatibles con los estándares internacionales de derechos humanos. En estos casos de limitación expresa y directa, es común encontrarse con propuestas legislativas que intenten regular el uso del espacio público a partir de medidas de restricción a la manifestación en cuanto a vías principales, horarios, permisos, etc. También suelen imponerse sanciones administrativas, civiles o incluso penales frente al incumplimiento de medidas que son desproporcionales, como la exigencia de un aviso o permiso previo y otras parecidas que dan paso a una burocratización del ejercicio de derechos.
Si la protesta social se abordara como una cuestión de vigencia de derechos, el Estado buscaría su mayor nivel de realización, particularmente de los grupos que ven negados los derechos más elementales, y en consecuencia optaría por mecanismos más democráticos e incluyentes en la toma de decisiones que puedan afectar a un grupo social, o bien, que son temas de interés público. Sin embargo, cuando la protesta se considera un problema que debe ser resuelto por el derecho penal se parte de una visión contraria: se asume como necesaria la violencia institucional y la persecución de grupos que el Estado considera trasgresores de la ley y peligrosos para estabilidad nacional. Es en este contexto donde la idea de la criminalización tiene lugar, al dotar de un carácter delictivo a conductas que nada tienen que ver con el derecho penal y que son típicas del ejercicio de derechos asociados al de protesta.
La criminalización de la protesta no es expresión del estado de derecho, detrás de ella hay una racionalidad política que no acaba por atender el problema detrás de los disensos públicos y, por el contrario, lleva los conflictos de la esfera política al campo judicial; así se configura lo que se ha llamado la judicialización de los conflictos sociales.
Batalla en lo simbólico
Asimismo, las acciones de represión son acompañadas de un discurso que construye una connotación negativa sobre la protesta social. El proceso de construcción de una percepción negativa tiene distintas fases:
1) La desinformación acerca del conflicto.
2) La omisión deliberada de las causas de la demanda.
3) La exaltación de las formas de protesta y su enjuiciamiento son constantes en el Estado y en los medios de comunicación.
Asimismo, las acciones de represión son acompañadas de un discurso que construye una connotación negativa sobre la protesta social. El proceso de construcción de una percepción negativa tiene distintas fases:
1) La desinformación acerca del conflicto.
2) La omisión deliberada de las causas de la demanda.
3) La exaltación de las formas de protesta y su enjuiciamiento son constantes en el Estado y en los medios de comunicación.
Esta percepción negativa que se construye
alrededor de la protesta social se traslada a periodistas, personas
defensoras de derechos humanos y a los manifestantes en general. Los
convierte en víctimas de un contexto donde derechos básicos como la
libertad de expresión, asociación, información y la protesta social les
son limitados de manera profunda. Todo esto ha generado un efecto
silenciador o amedrentador hacia el ejercicio de estos derechos, en
detrimento de la vida democrática. Desde la toma de posesión de Enrique
Peña Nieto como Presidente de la República, el 1 de diciembre de 2012,
hemos observado en México un proceso sistemático de violaciones al
derecho a la protesta y contra la libertad de expresión. La lista de
agravios es larga y pueden constituir la configuración de un escenario
peligroso de retroceso en las libertades democráticas.
Históricamente, el Distrito Federal, por su naturaleza de capital federal, es sede de buena parte de conflictividad social del país. Esto se traduce en obligaciones para las autoridades de garantizar los derechos y libertades de los grupos que se manifiesten. Sin embargo, lejos de cumplir con sus obligaciones, las autoridades con frecuencia se mueven bajo una lógica criminalizante, de mano dura y tolerancia cero, basadas en la restricción de los derechos humanos y en el incremento de las facultades discrecionales para las agencias y cuerpos públicos de seguridad.
Así, con el operativo "Transmisión del Poder Ejecutivo" de diciembre de 2012, inició una nueva forma de respuesta por parte de los cuerpos policiacos en la capital del país, que es sede de los poderes de la unión, y se dio origen a una serie de acciones administrativas y legislativas que pareciera pretenden inhibir la protesta social, ya que se establecen procedimientos por parte de los cuerpos policiacos que se traducen en constantes "encapsulamientos de contingentes".
En este mismo sentido, se han documentado detenciones arbitrarias e ilegales, tortura y malos tratos, de los cuales incluso han sido víctimas menores de edad. El nivel de abuso de autoridad llegó al extremo en el que a los detenidos durante la movilización se les imputaba el delito más grave del Código Penal del DF, "Ataques a la Paz Pública", que implicaba una pena de 30 años, representando así el triple de punibilidad respecto a la pena de rebelión o el doble de la de sabotaje o terrorismo.
El comportamiento de las fuerzas del orden público es preocupante. La presencia de cuerpos de granaderos en las manifestaciones se ha normalizado, sin importar la naturaleza de los grupos que se manifiestan –así se vio el 25 de diciembre de 2013, cuando un grupo de personas, en su mayoría adultos mayores, fueron reprimidas por 500 granaderos cuando protestaban contra la construcción de una gasolinera–, además de intimidar y provocarlos, situación que muy frecuentemente motiva actos de represión contra ellos.
Estas situaciones de represión han motivado la necesidad de monitorear y documentar algunas de estas manifestaciones. En esto, es de gran valor el trabajo de periodistas y defensores de derechos humanos. Sin embargo, esto no ha limitado a las autoridades de cometer abusos y violaciones contra ellos que, a pesar de ser denunciadas públicamente, continúan en tanto que no existe una sanción para los responsables.
En general estos señalamientos son en el ámbito de las atribuciones y el ejercicio del poder ejecutivo y judicial. En el terreno del poder legislativo encontramos una nueva ola para reglamentar la protesta social y para judicializar los procesos políticos.
Todo lo anteriormente esbozado configura un proceso de criminalización de la protesta generando un grave retroceso democrático. Ello no impide reconocer la complejidad detrás de cada grupo organizado que cuestiona las políticas gubernamentales, pues históricamente esas contradicciones se han traducido en políticas públicas y conquistas en materia de derechos humanos.
Históricamente, el Distrito Federal, por su naturaleza de capital federal, es sede de buena parte de conflictividad social del país. Esto se traduce en obligaciones para las autoridades de garantizar los derechos y libertades de los grupos que se manifiesten. Sin embargo, lejos de cumplir con sus obligaciones, las autoridades con frecuencia se mueven bajo una lógica criminalizante, de mano dura y tolerancia cero, basadas en la restricción de los derechos humanos y en el incremento de las facultades discrecionales para las agencias y cuerpos públicos de seguridad.
Así, con el operativo "Transmisión del Poder Ejecutivo" de diciembre de 2012, inició una nueva forma de respuesta por parte de los cuerpos policiacos en la capital del país, que es sede de los poderes de la unión, y se dio origen a una serie de acciones administrativas y legislativas que pareciera pretenden inhibir la protesta social, ya que se establecen procedimientos por parte de los cuerpos policiacos que se traducen en constantes "encapsulamientos de contingentes".
En este mismo sentido, se han documentado detenciones arbitrarias e ilegales, tortura y malos tratos, de los cuales incluso han sido víctimas menores de edad. El nivel de abuso de autoridad llegó al extremo en el que a los detenidos durante la movilización se les imputaba el delito más grave del Código Penal del DF, "Ataques a la Paz Pública", que implicaba una pena de 30 años, representando así el triple de punibilidad respecto a la pena de rebelión o el doble de la de sabotaje o terrorismo.
El comportamiento de las fuerzas del orden público es preocupante. La presencia de cuerpos de granaderos en las manifestaciones se ha normalizado, sin importar la naturaleza de los grupos que se manifiestan –así se vio el 25 de diciembre de 2013, cuando un grupo de personas, en su mayoría adultos mayores, fueron reprimidas por 500 granaderos cuando protestaban contra la construcción de una gasolinera–, además de intimidar y provocarlos, situación que muy frecuentemente motiva actos de represión contra ellos.
Estas situaciones de represión han motivado la necesidad de monitorear y documentar algunas de estas manifestaciones. En esto, es de gran valor el trabajo de periodistas y defensores de derechos humanos. Sin embargo, esto no ha limitado a las autoridades de cometer abusos y violaciones contra ellos que, a pesar de ser denunciadas públicamente, continúan en tanto que no existe una sanción para los responsables.
En general estos señalamientos son en el ámbito de las atribuciones y el ejercicio del poder ejecutivo y judicial. En el terreno del poder legislativo encontramos una nueva ola para reglamentar la protesta social y para judicializar los procesos políticos.
Todo lo anteriormente esbozado configura un proceso de criminalización de la protesta generando un grave retroceso democrático. Ello no impide reconocer la complejidad detrás de cada grupo organizado que cuestiona las políticas gubernamentales, pues históricamente esas contradicciones se han traducido en políticas públicas y conquistas en materia de derechos humanos.
* Fragmento editado del documento
"Control del espacio público. Informe sobre retrocesos en las libertades
de expresión y reunión en el actual gobierno", disponible en http://es.scribd.com/doc/217730053/Control-del-Espacio-Publico-Informe-sobre-los-retrocesos-en-las-libertades-de-expresion-y-reunion-en-el-actual-gobierno.
El Frente por la Libertad de Expresión y
la Protesta Social está conformado por las organizaciones Artículo 19
México, Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, Centro de
Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, Red Todos los Derechos para
Todos, Fundar, Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia,
Propuesta Cívica, Causa, Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los
Derechos Humanos y Serapaz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario