El Ejército y la Marina están divididos; confrontados por el renovado poder que les ha dado la guerra. Urge comprenderlo para seguir defendiendo a nuestro país. ¿Defenderlo de qué o de quién?, se preguntará usted. Defender al país de sí mismo, de años de abulia y corrupción. Defenderlo de sus vicios para encumbrar políticos de pacotilla impreparados, incultos, débiles morales, ambiciosos, violentos y engreídos. Para defenderlo de su propensión al martirologio emotivo que no permite rompimientos estructurales, pero promueve sacrificios inútiles y trágicos entintados siempre de fervor guadalupano. Como si algún ser superior fuese a resolver los problemas creados por seres humanos dispuestos a violentar antes que compartir, a maltratar antes que respetar.
Defender a México de las corrientes ultraconservadoras que pretenden no convivir con sus desiguales, sino aniquilarles y controlarles por las vías del sexismo religioso y económico. Defenderlo de las élites que desde el Ejército y la Marina trabajan afanosamente, con todas las armas a su alcance, para descalificar a los movimientos cívicos que proponen fin a la guerra y transparencia en asuntos de Seguridad Nacional.
Esas élites militares cuentan con afilados especialistas en seguridad, que hacen un importante trabajo de cabildeo en el Congreso de la Unión para aprobar la Ley de Seguridad Nacional, que pondría en peligro nuestra débil democracia.
Se equivoca quien piensa que el ejército es una entidad neutra que quiere volver a aquél encierro previo a esta guerra calderonista. Peca de ingenuo quien crea que a la Marina no le ha gustado jugar este importantísimo rol de control al encabezar asuntos de Seguridad Interna entretejidos con los relacionados con la Seguridad Pública. Yerra quien alega que no hay estrategia en la declaración del titular de la Secretaría de Marina-Armada de México (Semar), Almirante Mariano Francisco Saynez Mendoza, al señalar que las y los defensores de derechos humanos son delincuentes perversos.
Como todos los problemas que enfrentamos en este momento en el país, el de la redefinición del papel de estas dos entidades, dedicadas otrora a salvaguardar a las y los mexicanos de posibles ataques externos, es de una importancia monumental. Habrá que repetir hasta el cansancio que no podemos demonizar al Ejército y a la Semar, hacerlo les ayudaría a salir del espectro de la transparencia y el debate. Hay un deseo legítimo (y por ellos revalorado en los últimos dos años) para recomponer sus atribuciones jurídicas de tal forma que tengan mayor índice de maniobrabilidad con menor costo político y jurídico.
Y sí, Saynez Mendoza ha invitado a un puñado de periodistas para demostrarles que su Secretaría cuenta con un amplio y formadísimo programa de derechos humanos. Y es cierto también que el Ejército ha implementado una impresionante capacitación a todos sus soldados, desde los rasos hasta los generales, para entender y conocer la Declaración de los Derechos Humanos y los instrumentos que la avalan. Y aunque dentro de ambas instituciones efectivamente hay alas progresistas, e individuos que creen en estos derechos, lo cierto es que no es lo mismo aprenderlos que aprehenderlos, creer en ellos, aplicarlos y defenderlos. La Marina y el Ejército (dicho por fuentes de ambas) han aplicado sus programas de derechos humanos por disciplina y porque “deben” hacerlo para modernizarse. Ahora bien, eso no significa que reconozcan esos derechos y su responsabilidad para que se cumplan cabalmente.
Cuando Saynez declaró que “existen grupos delictivos que tratan de manchar el buen nombre de las instituciones, utilizando grupos ciudadanos que mediante engaños, pretenden que caigan en el juego perverso de los criminales, ya que al utilizar la bandera de los derechos humanos intentan dañar la imagen de las instituciones con el fin malévolo de obstruir la participación de las mismas en su contra y así tener el campo abierto a su maldad” deja claro que está convencido de que las y los defensores de derechos humanos son instrumentos malévolos, perversos y criminales. Y es importante recalcar el lenguaje que el Almirante utiliza, porque él es un hombre preparado y culto, que, nos guste o no, escribió su propio discurso y cree firmemente en estas palabras que dirigió como advertencia a sus nuevos cadetes.
Pero ¿por qué acusar directamente a las y los defensores de las víctimas? Pues porque en México apenas nace la cultura de la importancia de la defensa de los derechos humanos. Hay quien cree que las organizaciones nacieron con Fernando Martí o Isabel Miranda de Wallace. Cuando desde hace sesenta años, este país ha parido importantes líderes y grupos de activistas que han elegido (inspirados en tragedias personales o por convicción ética y empatía ante el dolor de las y los demás) dedicar su vida a trabajar de manera profesional, constante y estratégica, a defender a quienes han sido víctimas de algún delincuente y, después, de algún miembro o agente del Estado. Es importante recalcar esto porque los derechos humanos solamente los viola el Estado (policía, ejército, gobernadores, etc.); cualquier otra cosa que suceda entre civiles es delito o crimen.
El Ejército y la Marina insisten reiteradamente en que quienes protegen a las víctimas de crímenes violentos, que además son revictimizadas por el sistema (ya sea por impunidad, corrupción, por inacción, tortura, o simple abuso de poder) son un obstáculo para atajar a la delincuencia. Y en la medida en que más periodistas se dedican no sólo a cubrir casos, sino a darles seguimiento y demostrar cabalmente los vínculos entre el poder público y el poder criminal, también son tachados de obstáculos para la guerra.
Pero cada vez son más las y los defensores de derechos humanos que perdieron familiares o vivieron en carne propia la violencia, es decir, hombres y mujeres que han dejado todo para tomar la bandera de la paz, la justicia, la legalidad. Y detrás están las y los de siempre, quienes antes, durante y después de la guerra seguirán trabajando por proteger y defender a quienes lo necesitan.
Este país sería mucho peor sin sus defensoras y defensores de derechos humanos. Miles de niñas, niños y adolescentes son rescatados de la miseria y violencia gracias a grupos civiles comprometidos. Miles de mujeres cada año salen del ciclo de la violencia doméstica gracias a los centros de refugio manejados por mujeres de todo el país. Miles de hombres indígenas, migrantes y transmigrantes aprenden a defender sus derechos gracias a manos solidarias y comprometidas. Miles de jóvenes pueden leer y conocer la música y el teatro gracias a centenares de personas comprometidas con el arte como medio de sanación social. Por eso, cuando se atacan a las y los defensores de los derechos humanos se ataca a México.
Seguir diciendo que quienes cometen delitos graves salen impunes por culpa de defensores de derechos humanos es una mentira tan grande como una montaña. Salen libres porque los cuerpos policíacos, y ahora también el Ejército y la Marina, eligen saltarse todos los procedimientos de ley, ejercen violencia y dejan sin herramientas a Ministerios Públicos y jueces; o porque en ocasiones los jueces se venden. Pero nunca, jamás, en la historia de México un delincuente ha quedado libre por la fuerza del activismo social derechohumanista, en cambio, todos los días los poderosos, políticos, militares, Jueces y policías encumbrados, cometen ilícitos y salen intocados por el sistema.
Por eso, basta de mentiras: las y los derechohumanistas no salvan delincuentes. Defienden la legalidad y promueven la justicia transparente y expedita.
Cuando el Ejército y la Marina señalan como enemigos de la Nación a quienes defienden la paz, la democracia y la dignidad humana, envían el mensaje claro de su visión de país, de cómo y desde dónde ejercen el poder. La Ley de Seguridad Nacional que se discute, potenciaría el mensaje de que para salvar a México hay que sacrificar nuestra cultura de derechos humanos; sin embargo, sin la protección plena de estos derechos no hay ni paz, ni libertad, ni igualdad reales.
El futuro es ahora, sólo existe en la medida en que somos capaces de transformar el presente; por eso tomar una postura ante esta ley en la marcha de este 14 de agosto es vital para el país, para usted y para mí.
Por: Lydia Cacho
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