domingo, 9 de enero de 2011

La estrella de Belén



Subida en un banco, Emma retira de la punta del árbol navideño la estrella de Belén. Sin ese adorno el pino le resulta sombrío, más muerto. Sus ramas secas ya no despiden el aroma fresco que inundó la sala-comedor durante varias semanas y ahora para colmo representan peligro de incendio. No tiene objeto conservarlo.

Aunque le duela, lo depositará en el carro de la basura junto con las bolsas, las cajas y los papeles que envolvían los regalos que le trajo Gonzalo, de Tucson: una plancha con graduación para 10 temperaturas, un minihorno de microondas, un cuchillo eléctrico y pegatinas para el refrigerador, que a Remy le parecieron muy graciosas.

Emma recibió los obsequios con expresión maravillada, como si nunca antes hubiera visto planchas, hornos, cuchillos o pegatinas, y como si todos esos objetos no fuesen parte de las mercancías que se venden en los puestos callejeros. La generosidad de su esposo la conmovió aunque, en secreto, Emma hubiera preferido que él le trajera una loción, unos aretes, una blusa: indicios de que él seguía viéndola como a una mujer.

El momento en que Remy desempacó el videojuego que le había traído su padre fue muy conmovedor. Lástima que la prima Esperanza le hubiera dicho al niño: Cuidadito y lo rompas. Piensa que tu papá tuvo que hacer un gran esfuerzo y muchos sacrificios para comprártelo. En ese momento Remy metió el videojuego en su empaque y desde entonces sigue allí, guardado en el ropero sin que el niño se atreva a tocarlo.

II

Una capa de humedad abrillanta las mejillas de Emma. Le avergüenza reconocer que le costó trabajo entregarse a su marido después de tres años y medio de no verlo. Durante todo ese tiempo se mantuvieron en contacto por teléfono. En las breves conversaciones se hacían preguntas. ¿Cómo estás? ¿Remy va mejor en la escuela? ¿Sigue nevando? ¿A tu hermana Lucila le dieron el trabajo? ¿No has encontrado algo mejorcito en donde vivir? ¿Qué hiciste con el dinero que te mandé?

Siempre al despedirse, Emma se arrepentía de haber perdido el tiempo hablando de todo menos de lo que a ella le interesaba más: saber si Gonzalo aún la quería, si la deseaba, si la separación le parecía igual de insoportable, si era lo correcto pasarse el tiempo contándose la vida en vez de compartirla.

Tampoco se atrevió a plantearle esos temas en los momentos de mayor intimidad, cuando lo tuvo otra vez en su cama. Aún le intriga saber por qué evitó hablar de esas cosas en vez de interrogarlo acerca de cómo son las calles de allá, a qué sabe la comida, cuánto cuesta entrar al cine allá. La respuesta llega antes de que logre frenarla: miedo de que su esposo pudiese contestarle algo que la hiciera sentir marchita, más sombría, como el árbol navideño sin la estrella de Belén.

La charla de sus vecinas en el corredor la distrae de sus reflexiones: Vengo del mercado. No alcancé a comprar casi nada porque todo está carísimo. Yo iré al rato. Iba a dejarlo para el lunes, pero mejor voy de una vez porque el tráfico va a estar de locos. Pues sí, porque los niños ya regresan a clases. La idea de que Remy irá a la escuela otra vez acentúa su sentimiento de soledad.

Emma ya se había acostumbrado a las vacaciones y a tener a su hijo cerca, desordenándolo todo con su curiosidad, llenando los cuartos con su vocecita y sus carreras. Niño: ya estate quieto. Niño: deja ese pan. Espérate a la hora de cenar. Niño, acompáñame al mercado. Ni-ño, cuando nos llame tu papá le hablas fuerte para que te oiga bien. Niño, ¿sabes lo que me dijo tu padre? Que ahora sí viene para la Navidad.

III

Emma acaricia la estrella de Belén y recuerda el día en que, hace apenas tres semanas, Gonzalo se subió en el banco para encajarla en la punta del pino. ¿Se ve bien o quedó chueca? En ese momento ella pudo preguntarle cómo se sentía de haber vuelto a la casa, viviendo en familia, pero le dijo: Allá ¿pones árbol? Él le sonrió desde las alturas: ¿Dónde? Ahora somos nueve y apenas cabemos en el departamento. En cuanto pueda voy a hacer la lucha de rentarme un cuartito, aunque sea furris.

Para Emma esa fue la primera señal de que Gonzalo pensaba regresar a Tucson. Aunque recién llegado, en silencio comenzó a despedirse de él, imaginarse otra vez su vida a partir del momento en que su esposo se fuera. La asaltaron imágenes de lo ya vivido: la alarma del despertador, el desayuno insulso, la carrera con Remy hasta las puertas de la escuela, la combi y el Metro atestados, el trabajo en la lonchería, las llamadas por celular para asegurarse de que su hijo estaba ya en el departamento y repetirle las órdenes de siempre: Cierras bien la puerta, no le abras a nadie, no salgas, no te acerques a la estufa, come la torta que te dejé en la cocina, haz la tarea, me esperas a cenar. Luego la noche larga con la tele encendida hasta el amanecer, el frío en los hombros, el sueño intermitente y una esperanza cada vez más lejana.

Tres años y medio de la misma rutina, las mismas palabras, la misma sensación de envejecimiento y fatiga, la misma sorpresa al notar cómo va creciendo Remy con su padre ausente, mirándolo nada más en el retrato que ella ha insistido en mostrarle para que no lo olvide y lo reconozca cuando vuelvan a verse. ¿Cuándo? Pronto. Muy pronto. Ya verás. Entonces voy a pedir permiso en el trabajo para faltar.

IV

Llegó el día en que Gonzalo apareció en el aeropuerto arrastrando su equipaje: una mochila y dos cajas inmensas selladas con cinta canela. Es papá, mi vida, ¡abrázalo!, dijo Emma tratando de convencerse de que ese hombre subido de peso con el cabello demasiado largo era el mismo que se había ido tres años y medio antes y ahora la besaba en los labios sin mirarla.

A petición de Gonzalo, el resto de la familia no acudió a recibirlo, pero todos estaban enterados de su retorno a México. El viaje en taxi del aeropuerto a la Guerrero fue difícil. Sin el recurso del teléfono Emma y Gonzalo no eran capaces de hablarse: se sonreían entrecerrando los ojos mientras Remy se aferraba a la mano de Emma sin contestar a las preguntas de su padre: ¿Sabes que estás grandísimo? ¿Te has portado bien? ¿Cómo vas en la escuela? ¿Te da gusto verme? Emma respondió en nombre de su hijo: Sí, mucho. Lo que pasa es que está muy sorprendido de que no te parezcas a tu foto.

Gonzalo soltó una carcajada. El chofer lo miró por el espejo del retrovisor y sintió confianza para pedirle informes: de dónde venía, cómo estaban las cosas por allá, si aún era posible pasarse al otro lado. Una confidencia por otra: él estaba pensando en irse porque aquí lo de la ruleteada ya no es negocio. Emma imaginó a la esposa de ese hombre y sintió por ella una simpatía lejana, una especie de hermandad. Cuando llegaron a su destino el chofer se ofreció a llevar los bultos hasta la puerta del edificio y se despidió de su cliente llamándolo patrón.

Al entrar en el departamento Gonzalo dejó caer la mochila: ¡Híjole! No me acordaba de que esto fuera tan chiquito. Lo miró todo, menos el ramo de flores sobre la mesa y la cartulina que Remy y su madre habían dibujado juntos: Bienvenido, papá.

V

La cartulina sigue pegada en la pared, junto al pino seco que sin la estrella de Belén parece más muerto y más sombrío. Emma escucha la campanilla de los basureros. Toma el árbol. Con él a cuestas sale y lo pone entre los montones de cajas y botellas que atestan la calle. Responde a las felicitaciones de una vecina y regresa a su departamento.

Lo abre y permanece junto a la puerta. Desde allí observa el interior. Sin Gonzalo, sin el árbol, le resulta inmenso, desierto. La sensación de vacío se le recrudece al ver sobre la mesa la plancha graduada para diez temperaturas, el minihorno de microondas, el cuchillo eléctrico y las pegatinas para el refrigerador.


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