Creador de la microhistoria y de la historia regional, Luis González y González publicó en 1968 Pueblo en vilo, la historia de San José de Gracia, un pueblo michoacano que ni siquiera aparecía en los mapas de la época, una comunidad donde aparentemente no pasaba nada, hasta que un día pasaba todo.
A su manera, San José de Gracia tropicalizaba y se adaptaba a los grandes movimientos que experimentaba el país. Aunque es la historia de un pueblo desde la conquista española hasta mediados del siglo XX, el historiador se centra de manera especial en tres momentos, la Revolución mexicana, la revolución cristera y la revolución agraria.
Tres momentos de violencia histórica, de violencia endémica. Donde el actor central es el México bronco, que nunca ha estado dominado del todo, que siempre aparece aletargado, hasta que “algo” o “alguien” lo despierta y lleva años volver a sedar a la bestia, anestesiarla, adormilarla, pero sin llegar a domesticarla o civilizarla.
“La Revolución no le hizo gracia al pueblo y a los rancheros.
Poco a poco los habitantes de San José, ante los atropellos de los agentes revolucionarios de uno y otro bando se volvieron desafectos al proceso revolucionario, y más bien crearon cuerpos de defensas”.
Sí, así respondió el pueblo donde no pasaba nada, hasta que en un momento pasaba todo, ¿cómo recrear la microhistoria de la región de la tierra caliente michoacana, para entender y atender con éxito la guerra civil que allí enfrenta a michoacanos contra michoacanos, y a la guerra de guerrillas con la que la delincuencia resiste sistemáticamente al gobierno federal desde hace siete años?
Hace falta el sucesor de Luis González y González para entender
por qué Michoacán está en vilo y cómo fue que en otras regiones del país el México bronco se saltó de nuevo las trancas.
En materia de seguridad, Michoacán ha sido el laboratorio experimental de dos gobiernos federales. Si bien todo experimento implica una curva de ensayo-error o de aprendizaje, cuando los yerros se acrecientan significa que se debe cambiar de experimento o de instrumentos de laboratorio, máxime cuando las víctimas de los errores son personas y comunidades enteras.
Felipe Calderón lanzó su guerra fallida contra las drogas justo en Michoacán, vestido con una casaca militar y una gorra verde olivo que le quedaban grandes. Su “estrategia” consistió en militarizar la seguridad pública, con efectivos del Ejército y la Marina, que aplicaron un torniquete provisional, propio de una emergencia, pero al dejarlo de manera permanente el torniquete terminó por causar gangrena. Hoy Michoacán es más inseguro y violento que antes.
El actual gobierno inició también su estrategia nacional en Michoacán, pero ya no optó por la militarización abierta sino por la paramilitarización encubierta. Siguiendo el consejo taurino “Pa´los toros bravos de Jaral, los caballos de allá mismo”, se puso a hacer verónicas y mandobles tolerando la aparición de policías comunitarias y grupos de autodefensa ciudadana.
Es importante precisar que los pueblos y comunidades asoladas por la violencia delincuencial tienen en todo momento el derecho a la legítima defensa. Pero ojo: siempre y cuando las autodefensas sean reguladas, supervisadas, fiscalizadas y controladas por la autoridad. Ya que de otra forma se vuelven como Frankenstein, contra sus creadores y los ciudadanos mismos. Y estas autodefensas de Michoacán, que vimos sometiendo a los policías municipales de Nueva Italia y disparando rifles de asalto y cuernos de chivo, tienen más de paramilitares que de defensas ciudadanas. Huele a Colombia de los 80.
Lo que se presentó ayer en Michoacán es otro torniquete estilo Calderón, para salir al paso de un mal que ya evolucionó de gangrena a cáncer. Es la guerra fallida II. Un “tenguerengue”, diría Luis González y González.
“San José de Gracia ahora es una comunidad en vilo, en situación insegura, inestable, endeble, frágil, precaria, prendida con alfileres, en tenguerengue, en falso, sin apoyo en la tierra”, para de inmediato matizar: “es posible vivir con la otra significación del adverbio en vilo: suspendido, y no necesariamente inseguro” (p. 347).
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