La toma de posesión de
Enrique Peña Nieto estuvo marcada por las dos caras de una misma moneda:
por un lado, el supuesto acuerdo de la clase política en su conjunto;
por el otro, las violentas protestas callejeras.
¿Cómo explicar que en el preciso momento en el que los dirigentes de
los tres principales partidos políticos firman un Pacto por México el
descontento contra Peña Nieto estalla violentamente en el Distrito
Federal y estudiantes son golpeados en la ciudad de Guadalajara?Por principio de cuentas, porque el Pacto por México es un acuerdo cupular, negociado en lo oscurito, no consensuado, que deja fuera a actores fundamentales de la vida política nacional. Fue signado cuando las heridas del pasado proceso electoral están aún abiertas. Jesús Zambrano, el líder del Partido de la Revolución Democrática (PRD), se sumó a él contra la opinión mayoritaria de su partido. Andrés Manuel López Obrador lo rechaza. Un muy amplio sector de organizaciones sociales lo detestan. Los dirigentes de Nueva Izquierda pueden firmar lo que quieran, pero ellos no representan al México de abajo.
Un primer aviso del descontento social existente en el país y de lo que podría suceder en la toma de posesión de Peña Nieto se tuvo el pasado 15 de octubre en Michoacán, cuando miles de ciudadanos enardecidos se movilizaron en Morelia para protestar contra la brutalidad policial.
El 1º de diciembre la violencia estalló por diversas razones. Eso, a pesar de que tanto la Convención Nacional contra la Imposición (CNI) como el movimiento #YoSoy132 y el Movimiento Regeneración Nacional (Morena) llamaron a efectuar una protesta pacífica. Dentro de la convención algunos grupos reivindicaron la realización de acciones directas, pero la posición oficial y mayoritaria fue siempre la de dar cauce pacífico y legal al descontento. Su intención era repudiar a Peña Nieto y formar un cerco humano contra las vallas en las que se atrincheró.
Por su parte, con prudencia, Andrés Manuel López Obrador convocó a una movilización pacífica en el Ángel de la Independencia, a varios kilómetros de San Lázaro y el Zócalo, donde se celebraban las ceremonias oficiales.
La violencia del 1º de diciembre surgió de la sumatoria de cuatro factores que terminaron generando un efecto
avalancha. Estos son: 1) el inusitado y exagerado despliegue de fuerza policiaca, y la torpeza con que se condujeron las actividades de disuasión; 2) el enorme enojo de amplios sectores de la juventud y de la población organizada, alimentado por la violencia gubernamental; 3) la actividad de pequeños grupos de activistas antisistema, que decidieron realizar acciones directas
ejemplares, amparándose en la presencia en las calles de movimientos sociales en los que ellos no tienen influencia política; 4) la infiltración de grupos de provocadores, que protagonizaron acciones de vandalismo.
Las fuerzas policiacas lanzaron de manera absurda decenas de bombas de gases lacrimógenos (se habla también de gases pimienta), que fueron devueltas por los manifestantes. Dispararon, también, balas de goma, piedras, botellas y palos. Detuvieron arbitraria y violentamente a manifestantes. La represión fue salvaje. La información de la muerte de un activista a manos de las fuerzas del orden, difundida en Twitter pero también en la radio comercial, provocó una ola de indignación y coraje.
Sin embargo, la situación cambió cuando los opositores a Peña Nieto comenzaron a marchar hacia la Alameda. Contingentes con una gran disciplina interna, como el de los maestros de Oaxaca, quedaron inmovilizados. Los trabajadores de la educación de la ciudad de México fueron encapsulados por la policía. Diversos testimonios dan cuenta de que, a la altura de Tepito, se infiltró en la marcha un grupo de personas que la mayoría de los manifestantes desconocían. Iban preparados para el choque.
En la Alameda la violencia alcanzó su clímax. Fueron destruidos cajeros automáticos, Wings, mobiliario de hoteles, Sanborns, teléfonos públicos, Starbucks, tiendas de ocasión y vehículos policiacos. Una tienda Nike fue saqueada. Como se sabe, la Alameda fue dañada y el Hemiciclo a Juárez pintarrajeado. La policía golpeó y detuvo jóvenes a mansalva.
Una explosión de violencia de esa magnitud no puede ser organizada ni por pequeños grupos antisistema ni por provocadores. Ellos pueden ser la chispa que incendia la pradera, pero no mucho más que eso. Para que el pasto se queme tiene que estar previamente seco. ¡Y vaya que está seco! El 1º de diciembre mostró el enorme descontento contra el nuevo gobierno que existe entre un amplio sector de la juventud y de la población.
Ese malestar, existente antes de la toma de posesión de Peña Nieto, quiso ser
borradode la mayoría de los medios de comunicación, pero no por ello desapareció. Por el contrario, surgió como una ráfaga de rabia, a pesar de quienes intentaron darle un cauce pacífico y constructivo.
En 2006 ese enojo ya existía, aunque ahora ha crecido muchísimo. El plantón de Reforma le dio una salida cívica y pacífica. La autoridad político-moral de López Obrador en un amplio sector de la población radicalizada fue un elemento de contención que previno la emergencia de la protesta violenta. Hoy, el dirigente de Morena no cuenta con ese margen de maniobra. Su influencia se ha reducido. Nuevas fuerzas han surgido a su izquierda.
La batalla de la Alameda es una llamada de atención hacia quienes creen que la política de pactos cupulares y persecución policiaca puede dar gobernabilidad al país. El México de arriba puede hacer sus acuerdos, pero nada garantiza que el México de abajo los acate. Éste es ya un país muy otro.
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