Miguel Concha
Para la ciudadanía de
nuestro país ejercer el voto parece un dilema mayúsculo. Y no lo es
tanto por las consecuencias que sigan de su opción al sufragar, sino más
bien por lo contrario, porque en el fondo sabemos que sea cual sea
nuestra decisión, no veremos cambios de importancia para los grandes
problemas nacionales que preocupan de fondo a nuestra sociedad. No en
balde esta certeza ha llevado a muchos a asumir una posición, respetable
y respetada, de no concurrir a las urnas o de hacerlo sólo para anular
el voto.
Se podrá no estar de acuerdo con esto, pero lo que tampoco se puede
negar es que se trata de una forma de protesta que debe ser escuchada,
porque junto con los que votan podríamos decir que bajo protesta, están expresando el hartazgo social frente a un régimen político que se quedó a mitad de camino en su tránsito hacia la democracia, y que hoy ya no es capaz de hacer frente a los problemas reales de México. A quien dude que así están las cosas, le bastará con leer el informe del Latinobarómetro sobre la democracia, en el que queda claro que de toda América Latina el pueblo mexicano, después del hondureño, es el más descontento con su democracia. Por lo anterior, múltiples organizaciones agrupadas en el Frente Amplio Social Unitario lanzaron un llamado a la ciudadanía a ejercer un voto ético, estratégico y diferenciado, aclarando que este llamado lo hacen
sin deslegitimar ninguna forma de lucha electoral, como pueden serlo la abstención consciente o la anulación del voto. “Este llamado –precisan– será el inicio de la estructuración de un amplio acuerdo estratégico poselectoral”.
Se trata de llamar a la movilización para exigir a los aspirantes a ocupar los puestos de elección a comprometerse con una agenda social que ponga en el centro de la atención pública la vigencia de los derechos humanos; la participación ciudadana en los asuntos públicos; la equidad de género; el fin del control corporativo y el mejoramiento de las condiciones laborales; la defensa de la tierra, el territorio y los recursos naturales, y la reversión de las reformas estructurales. Llamar al ejercicio de un voto ético implica ir más allá de los cálculos aritméticos de los partidos políticos y reivindicar la garantía de los derechos humanos como fin de la democracia y de las instituciones públicas. Implica también exigir a las autoridades responsables evitar eficazmente la compraventa del voto, ya que se nos presentan anuncios responsabilizando a los pobres de venderlo, pero hasta ahora no hemos oído que se anuncie el castigo de alguien que lo compre, por más que se hayan presentado evidencias de que así haya sido. La exoneración es el destino de los compradores de votos, y con ello la renovación de su patente de corso, pese a las reiteradas violaciones a la legislación electoral.
El llamado al voto estratégico implica apelar al ejercicio colectivo de la inteligencia ciudadana, menospreciada por el diagnóstico simplón o la cancioncita banal. No podemos desconocer que hoy los medios se han convertido en fines y que los partidos, instrumento de la democracia, se nos presentan también como si fueran su fin, olvidando, si no es que burlándose, de que el principio de la representación es la subordinación del representante a los representados. Por ello, desde las limitaciones que la situación actual impone a la ciudadanía –recuérdese la negación del derecho a la consulta popular–, el voto estratégico es la posibilidad de forzar a los miembros del régimen político, incluidos los partidos, a caminar de nuevo hacia la democratización. Por esto se habla también de un voto diferenciado. Es un mensaje a todo el régimen político: si no hay ajustes, ya no caeremos en el juego de la partidocracia. Sabemos que los electos tomarán las decisiones, pero el criterio básico de selección es, en nuestro limitado ámbito de decisiones, a quien se comprometa con la agenda de la sociedad.
Nos hemos rezagado con respecto de América Latina. Somos de las economías menos dinámicas, de las que menos proporción de gasto dirigen al desarrollo social, de los países más desiguales. Y somos también de los países con mayor violencia. ¿No exige todo esto un cambio de rumbo y de régimen político que lo conduzca? Lo anterior podría ser una conclusión a la que todos llegaran, si es que quienes pugnan por ocupar o retener las instituciones se pusieran a hacer el cálculo de que más les conviene ceder un poco para no perderlo todo. Ceder en su afán de acumulación de riqueza a costa del futuro del país. Ceder en su afán de acercarse al poder a costa de perder su identidad y su ideología. Ceder incluso en protagonismos para dar paso a las articulaciones que realmente puedan transformar al país. Tal vez esta sea la misión que hoy le toca a la sociedad civil: poner las condiciones para remprender el camino a la democracia, en un amplio acuerdo en el que ejerza su soberanía y exija a las instituciones un cambio de rumbo.