martes, 30 de septiembre de 2014

Iguala: datos de contexto


Foto 
Las protestas en Chilpancingo llegaron a la sede del PRD y al Congreso del estado Foto Sergio Ocampo
Héctor Briseño y Sergio Ocampo


A principios de junio del año pasado fueron asesinados en Iguala tres activistas que habían sido secuestrados días antes: Arturo Hernández Cardona, Félix Rafael Bandera Román y Ángel Román Ramírez pertenecían al PRD –que gobierna en la entidad y en el municipio– y a una corriente local llamada Frente de Unidad Popular (FUP) y habían organizado diversas protestas en contra del presidente municipal, José Luis Abarca Velázquez. Tras la muerte de los activistas, la viuda de uno de ellos señaló al alcalde como responsable intelectual de los crímenes y simpatizantes de las víctimas tomaron el palacio municipal. Abarca Velázquez fue investigado y exonerado por la procuraduría estatal, aunque unos días más tarde la policía municipal fue relevada de sus funciones por la estatal y sometida a exámenes de confianza. (http://is.gd/YSf28k ) (http://is.gd/QIeg9f ) (http://is.gd/SG7w5q) (http://is.gd/tdCIYX ).
Quince meses más tarde, dos decenas de efectivos de esa misma corporación policial municipal, apoyados por pistoleros no identificados, enloquecieron y de repente, todos al mismo tiempo y en distintos puntos de la ciudad, empezaron a disparar contra estudiantes, automovilistas, transeúntes y hasta un autobús de futbolistas (algunas versiones dicen que esa última agresión tuvo sus propias causas y responsables distintos): seis muertos, 17 heridos y 58 desaparecidos.
Algo así ocurrió en Iguala el pasado fin de semana, de acuerdo con el enfoque de la reacción oficial, que ha consistido, hasta ahora, en delimitar la responsabilidad a los agentes municipales y a los pistoleros que los habrían apoyado en su misión asesina. Si hubo policías federales y estatales en la agresión, como sostuvieron en su versión inicial los normalistas de Ayotzinapa –principal objetivo del ataque–, las autoridades han puesto en manos de elementos de esas dos corporaciones asumir la seguridad y a capturar a 22 de los municipales, ahora presos en Acapulco.
Un primer misterio es que los policías no enloquecen en grupo y de súbito; en cambio, suelen obedecer, y con mayor disciplina que otros trabajadores, las órdenes de sus superiores jerárquicos. En este caso el superior jerárico es el alcalde Abarca Velázquez, aunque él sostiene que no sabe nada de nada, porque cuando sucedió la masacre se encontraba bailando en una fiesta y que ya luego las autoridades estatales se hicieron cargo.
Otro asunto problemático es que la masacre tuvo lugar en Guerrero, una entidad gobernada por Ángel Aguirre Rivero, cuyas tendencias represivas son harto conocidas y padecidas por miles de guerrerenses, y a quien se le conoce una abierta inquina en contra de los chavos de la Normal de Ayotzinapa. Además, los hechos ocurrieron en un país gobernado por Enrique Peña Nieto, represor confeso y orgulloso desde mayo de 2006.
Los sucesos de Iguala ocurren con el telón de fondo de las revelaciones sobre la masacre de Tlatlaya, estado de México, donde según la versión oficial tuvo lugar un enfrentamiento entre militares y 22 secuestradores que murieron en combate y que, a juzgar por los indicios difundidos recientemente, habrían sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales.
Otros elementos de contexto importantes o simbólicos: los normalistas fueron agredidos cuando buscaban la manera de hacerse de medios de transporte para asistir a la marcha conmemorativa del próximo 2 de Octubre, es decir, a 46 años de ocurrida la administración masiva de penas de muerte extrajudiciales por el gobierno priísta de Gustavo Díaz Ordaz contra manifestantes pacíficos; horas después de la muerte de Raúl Álvarez Garín, uno de los dirigentes históricos de aquel movimiento estudiantil; cuando uno de los colectivos que protagonizaron esa gesta, los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional, emprenden nuevas movilizaciones en defensa de la educación superior gratuita y de calidad, y cuando la rebelión de las derechas en contra del general Lázaro Cárdenas ha triunfado por fin y el espíritu de Saturnino Cedillo se cobra, encarnado en Peña Nieto, la revancha final de la propiedad privada sobre los bienes nacionales y colectivos.
Así vistas las cosas, pareciera que la historia es circular y que estamos de vuelta al diazordacismo (o, peor, al porfirismo). Pero no: vivimos en un país muy distinto y las actuales barbaries de Estado tienen significaciones distintas que las del pasado (aquí y en China, literalmente, porque no es lo mismo Tian-anmen que las protestas reprimidas ayer en Hong Kong) y por más que el régimen oligárquico pretenda echar mano de una violencia similar a la que desplegaba el priísmo del periodo clásico, la sociedad agraviada contra la cual se dirige ya no es la misma de antaño. Para bien y para mal ha evolucionado y hoy está mucho menos inerme.

Pedro Miguel

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